domingo, 18 de diciembre de 2016

ENTRE NIEBLAS Y TINIEBLAS

Como era de esperar, la niebla se precipitó desde del cielo, antes de que los últimos rayos del anaranjado sol, cayeran rendidos ante el poder de la noche ciega. Al poco rato, la luz de las farolas indicaba tan sólo el lugar en donde se ubicaban, sin que tan siquiera pudieran alumbrar la acera por la que Reme caminaba presurosa, entre el tupido velo frío que mojaba su rostro. Lejos de su destino, ante la certeza de que la visibilidad no iría a mejor y tiritando de frío, decidió hacer una alto en el camino y tomar algo caliente en una cafetería que, guiñando la iluminación navideña, se le ofreció a modo de refugio.

Entró en el local y solicitó una infusión de yerbas. Mientras esperaba a ser servida, echó una rápida ojeada a su alrededor, comprobando que ella era la única clienta. Azarada, sintió deseos de huir de aquel lugar, pero ya había pedido la consumición y hubiera sido una descortesía hacía el hombre de chaquetilla blanca que ya preparaba su petición.

Al servirla y, quizás para romper el silencio, el camarero comentó:

—¡Vaya frió que hace, señora! Tardes de niebla tan cerrada, no deberían de existir. A mí me gusta el sol y los días claros. Parece una simpleza, pero la luz da alegría y sobre todo atrae clientela. En estas tardes crudas, uno se pasa el tiempo de brazos cruzados, te aburres de soledad, no haces caja y a la postre cuando cierras y llegas a casa, casi te da vergüenza comentar con tu mujer la recaudación.

—¿Tiene usted mucha familia?—preguntó Reme, curiosa.

—¡Figúrese! De momento dos hijos y otro de camino—Luego, sabiendo que nadie más podría escucharle, el hombre continúo hablando con la franqueza de una confesión—.  Me casé por amor esperando que la vida fuera tal como la había imaginado, pero a medida que pasa el tiempo te vas dando cuenta de lo duro que resulta mantener una familia, y eso que de momento, me voy apañando con la mujer que Dios me dio y con los críos que van llegando, pero, en ocasiones, resulta inevitable pensar en lo bien que estaría yo ahora si hubiera elegido el camino de la soltería.

Reme no contestó. Miró a su interlocutor intentando comprender su situación, se tomó la infusión sin esperar a que se enfriara, pagó dejando una buena propina y se lanzó entre la niebla, esperando alcanzar pronto su destino. Por el camino le dio tiempo a filosofar sobre lo escuchado, pensando que su interlocutor había hablado sin conocimiento de causa. La felicidad para ella, no dependía del estado civil, sino del amor que fueras capaz de dar al otro, aunque existieran días duros de nieblas y tinieblas. ¡Qué le iban a decir a ella de soltería! ¡Qué le podían decir sobre una elección de vida, asumida por amor! Cuarenta años soportando el calor africano y la picadura de mosquitos, sin luz eléctrica, expuesta a que cualquier enfermedad por nimia que fuera diera con sus huesos en la tierra rojiza, lejos de su familia. Luchando entre tinieblas, codo con codo contra el hambre, atendiendo a hijos que no eran suyos... Todo por un ideal y ahora, de nuevo en España, teniendo que padecer cuarenta grados menos de temperatura. En todo el tiempo pasado, se había sentido acompañada en la soledad, casada en soltería, iluminada en la oscuridad. Podía dar testimonio de cómo las tinieblas se disipaban en los momentos difíciles, aunque luego regresaran como cruel tentación, y sin embargo, la experiencia que daba sentido a su vida la mantuvo firme en su puesto. Por sorprendente que pareciera, siempre encontró consuelo en la adversidad. Esbozó una sonrisa al comprobar que, mientras reflexionaba aterida, la infusión calentaba sus entrañas.

Cuando alcanzó su destino, apretó el telefonillo repetidamente y, sin esperar respuesta, dijo con voz alta y clara:

—Abra pronto, hermana. Soy sor Reme.


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