PASAJES DE “LAS LAMENTACIONES DE
MI PRIMO JEREMÍAS” (38)
CAPÍTULO II
La bienvenida
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El señor Facundo, impecablemente uniformado, indicó
claramente al maquinista que no tuviera prisa en reiniciar la marcha;
adelantándose al grupo, colocó el banderín bajo el sobaco izquierdo, agarró la
empuñadura con la mano del mismo lado y aún pudo sujetar la gorra entre el
pulgar y el índice, antes de iniciar una leve inclinación ante mi madre, dar la
mano a mi padre y pronunciar solemnemente: «Don Álvaro… Señora… ¡Sean
bienvenidos!»; dicho lo cual, se retiró discretamente, dirigiendo sus pasos
hacia la cabecera del convoy, con la convicción de haber superado con nota la
prueba protocolaria, amén de la función propia del cargo. Así, satisfecho, con
gallarda apostura, se caló la gorra y desplegó el banderín. Al instante, el
tren resopló varias veces, lanzando al impoluto ambiente impresionantes
bocanadas de humo grisáceo, a las que siguieron otras de menores dimensiones,
hasta que, como un coloso desperezándose del
letargo, comenzó a avanzar lentamente, aumentando progresivamente el ritmo de
sus latidos metálicos, al tiempo que menguaba de tamaño para, por último,
desaparecer entre las encinas del «Cubeto», camino de Zamora.
El señor Rogelio, en su dilatada existencia, había
visto partir muchos trenes y ahora filosofa, acordándose de los otros «trenes»
que no supo coger a tiempo y que le hubieran proporcionado, tal vez, mejores
oportunidades en su vida; por eso, medio impedido, repetía, mañana tras mañana,
la misma frase, que pude oír nítidamente: «¡Ay, Señor, Señor…! ¿Será éste el
último tren que pierdo?» Y se quedaba dormitando hasta el mediodía, cuando iba
a buscarle la Edelina.
Lucía fue la siguiente en cumplir con el ritual de
bienvenida. Con evidente alegría, corrió a abrazar y besuquear a mi madre, besó
a la tata, estampó en nuestras angelicales caras dos sonoros besos por cabeza,
pero, quizás por complejo de inferioridad o por respeto, se detuvo ante mi
padre y musitó con un hilillo de voz: «primo…», bajando la
cabeza. Detrás , Mariano, el Mecagüen, por lo común, resuelto
vociferador, entrometido y mal hablado, permanecía inmóvil, sin saber qué
hacer, temeroso de no dar la talla, sin duda deslumbrado ante nuestra
«señoritinga» presencia. Primerizo en recepciones, con el gaznate seco por el
aguardiente desayunado, la situación le desbordaba. Sujetaba, como señal de
respeto, la boina entre las manos, dejando al descubierto en su cabeza torrada
por el sol, un delator círculo de piel blanca. No pude por menos de acordarme
de las explicaciones que el padre Olaberzábal nos hacía en clase de Ciencias,
cuando señalando con un puntero las partes de que consta un volcán, declamaba,
acompañando cada palabra con un ligero contoneo de su cuerpo: «Cámara
magmática, cono volcánico, chimenea, cráter, lava, gas y cenizas, ¿queda
claro?» concluía, mientras el extremo del puntero describía ondas en el aire al
pronunciar «cenizas». El tío Mariano, llevaba en su calva dibujado el cráter de
un volcán, del que salían como cenizas ondulantes, largos y escasos pelos que
la brisa matutina movía sin rumbo fijo. Seguramente en su pecho, que haría las
veces de cámara magmática, se fraguaban juramentos difícilmente reproducibles,
que luego, por el cráter adventicio de su boca, arrojaba durante minutos, unas
veces, uno tras otro, sin venir a cuento, o bien, dependiendo de las
circunstancias, en un instante, propulsaba el exabrupto más contundente,
pretendiendo con la fuerza del lanzamiento, alcanzar las esferas celestiales.
Estas distintas formas de perturbar el santoral se correspondían fielmente con
los tipos de volcán, «hawaiano» o «estromboliano», que el mismo Padre
Olaberzábal me hizo aprender en otra de sus magistrales clases.
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