PASAJES DE
“LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS” (45)
CAPÍTULO III
La casa del abuelo
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Como si se tratara de un pequeño
ejército, subimos en fila india la escalera tras mi padre, que capitaneaba la comitiva. Los
peldaños, no acostumbrados a tanta carga, gimieron a nuestro paso, y todos, por
instinto de supervivencia, nos agarramos al pasamanos. Bueno, todos no, porque
Jeremías, desafiando el peligro, saltaba los escalones de tres en tres, hasta
alcanzar el rellano, con la sana intención de ser el primero en abrir la puerta
y mostrarnos al enfermo.
Sentado
en un butacón, despeinado, con los pantalones por encima del pijama y una bata
sobrepuesta, abrigándole la espalda, encontramos a mi abuelo, recién levantado
de la cama. En
la mesilla de noche, un montón de medicamentos tapaban la base de una lámpara
que permanecía encendida. Justo, al lado de la mesilla, en un rincón,
intentando pasar desapercibido, se encontraba el orinal, oculto tras un cartón,
en el que se podía leer una conocida marca de quesos. La atmósfera de la
habitación estaba muy cargada por falta de ventilación, concentrándose un
fuerte olor a orines que Tinín evidenció tapándose las narices; los demás
intentamos disimular como pudimos.
―¿Qué
hace el hombre? ―dijo Petra, descorriendo las cortinas―. ¡Ya es de día,
Señorito! Voy a apagar la luz que de seguida viene el molinero con la factura
―recalcó Petra, muy en su papel de cuidadora.
El
abuelo permaneció todavía, unos instantes, aturdido, hasta que al fin pareció
reconocernos:
―¡Sea
bienvenida toda la tropa! Creí que no llegaríais a tiempo de verme respirar
―musitó, mientras le besábamos―. Estoy aquí, hecho un trapo, jodido de la
vejiga, que no acaba de destilar, y de la cabeza, que me da vueltas todo el
rato.
―Eso
que siente usted en la cabeza es por la urea ―dijo mi padre―, pero ya verá como
con el tratamiento, se irá mejorando.
―Álvaro,
a mí ya no hay Dios que me mejore. Con morirse tu madre, he perdido la mitad de
mi vida y la enfermedad va a ser la puntilla de la otra mitad. No tengo ilusión
por nada ni por nadie. Sólo me queda esperar a don Matías trayéndome los
sacramentos.
―No se
agobie usted ―dijo mi madre, acariciándole―. Ya verá como de aquí a poco estará
curado. No pierda la
esperanza. Yo pido por usted al Señor en cada misa.
Luego,
para que no siguiéramos escuchando las quejas del abuelo, ordenó a las
sirvientas:
―Lola,
Petra, por favor, bañad y vestid al Señorito Tino, para que baje a comer bien
arreglado, y vosotros, niños, id a vuestro cuarto a deshacer el equipaje.
Quiero que toda la ropa esté colocada en los armarios antes que os vayáis a
jugar.
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