CAPÍTULO I
El Viaje
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Consuelo
era mi madre, o Doña Consuelo, para amigos, vecindario y sobre todo para la
tata Lola cuando se refería a ella. Si para la inmensa mayoría de los mortales,
la madre es lo mejor del mundo, en mi caso era una realidad palpable. Mi madre
era para mí una Virgen María con pecado original. Desde que mi padre la pidió
en matrimonio, ella había pronunciado «fiat» y desde entonces su vida era «por»
y «para» su marido. Por él nunca ejerció su licenciatura en Filosofía y Letras,
y para no disgustarle, jamás le recriminó nada. Llevaba el mando de la casa,
aunque supervisada por él, con quien obligatoriamente consultaba cualquier
decisión, por pequeña que fuera, Hablaba muy poco, era afectuosa, rezaba con
frecuencia y en más de una ocasión ejercía de pararrayos cuando la carga de
trabajo en la notaría hacía que la irritación paterna se cebara con nosotros.
Me
acuerdo cómo, en cierta ocasión, mi tía Gertru dijo, dirigiéndose a ella:
«Consuelo, hija, ¡qué acertado estuvo el cura al ponerte el nombre!».
Y es
que, en efecto, mi madre era, en los momentos difíciles, nuestro paño de
lágrimas, pero sobre todo poseía una gran virtud: «escuchaba». A cada uno le
dedicaba el tiempo necesario. Margarita ―¡la muy pesada!― estaba casi siempre
pegada a ella; le cuchicheaba al oído mil y una confidencias, seguramente
relacionadas con su estrenada pubertad, (digo esto, porque a veces, haciéndome
el distraído, escuchaba: «…Margarita, no debes comportarte así, con tus catorce
años, ya eres una señorita») y jamás, por muy cargante que estuviera, la
apartaba de su lado. Con mi hermano Tinín jugaba cuanto fuera preciso, al
tiempo que reía sus «gracias», mientras le cubría de besos. Y conmigo… bueno,
me da un poco de vergüenza decirlo, pero se ganó mi confianza desde el momento
que le confesé estar enamorado de Cristina, la amiga íntima de Margarita y al
oír la noticia, no se rió de mí, al contrario, con gesto grave, se me acercó, susurrándome
en tono confidencial: «Pórtate como un caballero; Cristina es una gran chica y
tú debes ser digno de ella». Esta respuesta confirmaba, de manera inequívoca,
lo que desde hacía algún tiempo venía observando al ducharme: equidistante de
mis tetillas, sobre la piel blanca que cubría mi esternón, afloraba una
incipiente pelambrera. Efectivamente, a pesar de mi voz un tanto aflautada, a
mis doce años ya era un hombre «de pelo en pecho», apto para iniciarme en
galanteos amorosos. Cristina encontraría en mí el hombre de sus sueños, del que
se sentiría orgullosa cuando paseáramos nuestro amor en la plazuela Santa Cruz.
¡Qué importaba la edad! ¡Qué importaban unos cuantos centímetros de menos! El
amor acabaría imponiéndose, aún a pesar de que ella coqueteara con Felipe, un
grandullón de quinto de bachillerato que pasaba por ser el botín más codiciado
entre las féminas de las Carmelitas. ¡Qué plastón de tío!
Desde
hacía algún tiempo, en determinados momentos, sentía en mi interior una
imperiosa necesidad de comunicar mis sentimientos. Era una fuerza acongojante,
acompañada de un deseo estúpido de llorar sin motivo aparente, mientras el
corazón latía apresurado, entrecortándome la respiración. La sonrisa radiante
de Cristina, aparecía y se desvanecía a cada instante en la pared situada
frente a mi cama, justo al lado del banderín de mi Real Valladolid. Por eso, a
los pocos días, pretextando dolor de cabeza, esperé pacientemente a que mi
madre se preocupara por mi estado, momento apropiado para coger sus manos entre
las mías y comentarle: «Cristina ni siquiera me miró cuando le dije que estaba
muy guapa». Y también en esta ocasión, mi madre, supo animarme: «Las mujeres
somos muy complicadas. Da tiempo al tiempo» ―dijo―, besándome en la frente.
Cuando cerró la puerta de mi habitación, permanecí un buen rato pensando en
Cristina y en lo afortunado que era teniendo una madre que me acompañaba en los
momentos cruciales de mi existencia.
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