jueves, 21 de junio de 2018


PASAJES DE " CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (47)

CAPÍTULO VI
La ilusión

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El día de Reyes Nacho fue recibido en nuestra casa como si se tratara de una alta dignidad. En el recibidor mi madre, le estampó dos cariñosos besos que sonaron con la misma rotundidad que la estampilla sobre un documento tras registrarse en el correspondiente libro de entradas. Mi padre, más comedido, le estrechó la mano, ofreciendo “su humilde morada”, en tanto las tatas, al fondo, perfectamente uniformadas permanecían atentas al recibimiento componiendo una escena que hubiera podido utilizar Berlanga en su recién estrenada película “Novio a la vista”. Margarita permanecía junto a él sin atreverse a manifestar cualquier muestra de cariño, en tanto Tinín empezaba a asimilar los complicados prolegómenos de cualquier noviazgo. Las puertas del salón se abrieron a continuación para mostrar una mesa de comedor excepcionalmente bien presentada, en la que no faltaban los adornos florares ni los bajoplatos dorados como soporte de una vajilla que veía la luz por vez primera.
―Doña Consuelo, tiene usted un gusto exquisito ―manifestó Nacho, en su deseo de halagar a la anfitriona.
―Bueno ―intervino mi padre, impidiendo que mi madre respondiera para que él pudiera darse “un pegotazo”―, no es que todos los días comamos con tanto fasto, pero solemos celebrar así las fiestas litúrgicas más importantes del año, otras de trascendencia nacional, que suponen un hito en el devenir de nuestra patria, como el uno de abril y, puntualmente, cuando, como hoy, nos visita alguien a quien apreciamos.
―Muchas gracias, don Álvaro; me siento halagado con esta acogida. Mis padres se sentirán muy honrados cuando les comente el recibimiento que me han dispensado ―respondió Nacho, mirando de soslayo a Margarita.
El taconeo de las tatas trayendo en una sopera la crema de champiñones y el cestillo con el pan, impidieron que se oyera con nitidez la protesta de Tinín:
―Jooo, no quiero tantos vasos. Con uno tengo bastante.
―Tiene razón el niño. Puesto que no ha de beber vino ni licores, Petra, retira por favor, las copas de Tinín ―dijo mi madre.
―A mí también ―suplicamos al unísono Margarita y yo, que de esta manera solucionábamos un problema, aunque persistiera el de saber elegir cuál era el cubierto apropiado.
Petra, que para entonces conservaba la cofia en su sitio, obedeció presta el requerimiento, no comprendiendo el ajetreo que nos traíamos con la cristalería, como tampoco comprendió que tuviera que retirar los platos hondos en los que se había servido la crema de champiñones. Después, en una enorme bandeja soportada por ambas tatas, hizo su aparición, humeante, el pavo relleno. Su entrada provocó un “¡Ohhh!” entre los comensales. Dorado, majestuoso, decúbito supino con los muslos apuntando hacia el techo, se posó lentamente sobre la mesa sin que se derramara ni una sola gota de la salsa que bañaba el dorso de su anatomía. Parecía un Neptuno emergente, con el tridente amenazador a su lado pero protegido, de momento, del inevitable desmembramiento, por toda una corte de patatas parisinas que le rodeaban como guarnición. La colocación de las bolitas patateras no era fruto del azar. La de mayor tamaño, ocultaba púdicamente la cloaca del ave y zonas próximas.
―Come, come ―indicó, mi padre a Nacho―. No hay tajada más jugosa que la de este pavo alimentado con trigo de nuestra tierra. Ha sido un regalo de un cliente de Cigales al que escrituro las fincas que va adquiriendo. Yo le digo que, con la minuta, ya me paga convenientemente los servicios que le presto, pero se encuentra tan agradecido a mi persona que insiste, insiste... y no tengo valor para rechazar esta joya gastronómica.
Nacho asintió. Callaba prudente ante cualquier comentario paterno, temeroso de que su opinión fuera considerada inoportuna. Pero se quedó perplejo cuando Petra sirvió de postre un espectacular flan, y, emulando a mi padre, quiso explicar también su procedencia:
―Este flan no tiene química, lo he hecho con una docena de huevos gordos como mi puño, que yo misma he elegido en la pollería. ¡Cómo recuerdo con estas cosas a mi difunto! ¡Qué buen carácter tenía! ―evocó, la mujer―. Cuando discutíamos, siempre me decía: “Si no vas a hacerme un flan, no andes tocándome los huevos” y a luego, cuando pasaba a su lado, me daba un azote en la cachuela y, deseguida, hacíamos las paces. Ya sabía yo que aquella noche, preparábamos el estropicio―. Rió, Petra.
Tinín fue el único que, dada su inocencia, no se percató del comentario. Margarita bajó la cabeza, roja como una amapola, no queriendo intercambiar su mirada con la de Nacho, al que tenía enfrente. Y mi madre, con el pavo subido, no precisamente el del plato anterior, no tuvo más remedio que intervenir:
―Disculpa el comentario, Nacho. Esta mujer lleva poco tiempo a nuestro servicio y todavía no conoce las normas de urbanidad más elementales.
―Por favor, doña Consuelo, no tiene por qué disculparse. En mi casa también tenemos en el servicio gente llana de los caseríos.
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