PASAJES DE " CÉCILE. AMORÍOS Y
MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (47)
CAPÍTULO
VI
La ilusión
....................................................
El
día de Reyes Nacho fue recibido en nuestra casa como si se tratara de una alta
dignidad. En el recibidor mi madre, le estampó dos cariñosos besos que sonaron
con la misma rotundidad que la estampilla sobre un documento tras registrarse
en el correspondiente libro de entradas. Mi padre, más comedido, le estrechó la
mano, ofreciendo “su humilde morada”, en tanto las tatas, al fondo,
perfectamente uniformadas permanecían atentas al recibimiento componiendo una
escena que hubiera podido utilizar Berlanga en su recién estrenada película
“Novio a la vista”. Margarita permanecía junto a él sin atreverse a manifestar
cualquier muestra de cariño, en tanto Tinín empezaba a asimilar los complicados
prolegómenos de cualquier noviazgo. Las puertas del salón se abrieron a
continuación para mostrar una mesa de comedor excepcionalmente bien presentada,
en la que no faltaban los adornos florares ni los bajoplatos dorados como
soporte de una vajilla que veía la luz por vez primera.
―Doña
Consuelo, tiene usted un gusto exquisito ―manifestó Nacho, en su deseo de
halagar a la anfitriona.
―Bueno
―intervino mi padre, impidiendo que mi madre respondiera para que él pudiera
darse “un pegotazo”―, no es que todos los días comamos con tanto fasto, pero
solemos celebrar así las fiestas litúrgicas más importantes del año, otras de
trascendencia nacional, que suponen un hito en el devenir de nuestra patria,
como el uno de abril y, puntualmente, cuando, como hoy, nos visita alguien a
quien apreciamos.
―Muchas
gracias, don Álvaro; me siento halagado con esta acogida. Mis padres se
sentirán muy honrados cuando les comente el recibimiento que me han dispensado
―respondió Nacho, mirando de soslayo a Margarita.
El
taconeo de las tatas trayendo en una sopera la crema de champiñones y el
cestillo con el pan, impidieron que se oyera con nitidez la protesta de Tinín:
―Jooo,
no quiero tantos vasos. Con uno tengo bastante.
―Tiene
razón el niño. Puesto que no ha de beber vino ni licores, Petra, retira por
favor, las copas de Tinín ―dijo mi madre.
―A
mí también ―suplicamos al unísono Margarita y yo, que de esta manera
solucionábamos un problema, aunque persistiera el de saber elegir cuál era el
cubierto apropiado.
Petra,
que para entonces conservaba la cofia en su sitio, obedeció presta el
requerimiento, no comprendiendo el ajetreo que nos traíamos con la cristalería,
como tampoco comprendió que tuviera que retirar los platos hondos en los que se
había servido la crema de champiñones. Después, en una enorme bandeja soportada
por ambas tatas, hizo su aparición, humeante, el pavo relleno. Su entrada
provocó un “¡Ohhh!” entre los comensales. Dorado, majestuoso, decúbito supino
con los muslos apuntando hacia el techo, se posó lentamente sobre la mesa sin
que se derramara ni una sola gota de la salsa que bañaba el dorso de su
anatomía. Parecía un Neptuno emergente, con el tridente amenazador a su lado
pero protegido, de momento, del inevitable desmembramiento, por toda una corte
de patatas parisinas que le rodeaban como guarnición. La colocación de las
bolitas patateras no era fruto del azar. La de mayor tamaño, ocultaba
púdicamente la cloaca del ave y zonas próximas.
―Come,
come ―indicó, mi padre a Nacho―. No hay tajada más jugosa que la de este pavo
alimentado con trigo de nuestra tierra. Ha sido un regalo de un cliente de
Cigales al que escrituro las fincas que va adquiriendo. Yo le digo que, con la
minuta, ya me paga convenientemente los servicios que le presto, pero se
encuentra tan agradecido a mi persona que insiste, insiste... y no tengo valor
para rechazar esta joya gastronómica.
Nacho
asintió. Callaba prudente ante cualquier comentario paterno, temeroso de que su
opinión fuera considerada inoportuna. Pero se quedó perplejo cuando Petra
sirvió de postre un espectacular flan, y, emulando a mi padre, quiso explicar
también su procedencia:
―Este
flan no tiene química, lo he hecho con una docena de huevos gordos como mi
puño, que yo misma he elegido en la pollería. ¡Cómo recuerdo con estas cosas a
mi difunto! ¡Qué buen carácter tenía! ―evocó, la mujer―. Cuando discutíamos,
siempre me decía: “Si no vas a hacerme un flan, no andes tocándome los huevos”
y a luego, cuando pasaba a su lado, me daba un azote en la cachuela y,
deseguida, hacíamos las paces. Ya sabía yo que aquella noche, preparábamos el
estropicio―. Rió, Petra.
Tinín
fue el único que, dada su inocencia, no se percató del comentario. Margarita
bajó la cabeza, roja como una amapola, no queriendo intercambiar su mirada con
la de Nacho, al que tenía enfrente. Y mi madre, con el pavo subido, no
precisamente el del plato anterior, no tuvo más remedio que intervenir:
―Disculpa
el comentario, Nacho. Esta mujer lleva poco tiempo a nuestro servicio y todavía
no conoce las normas de urbanidad más elementales.
―Por
favor, doña Consuelo, no tiene por qué disculparse. En mi casa también tenemos
en el servicio gente llana de los caseríos.
...............................................
No hay comentarios:
Publicar un comentario