CAPÍTULO III
La casa del abuelo
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Fue
entonces cuando Jeremías se quedó quieto como una estatua, clavó su mirada en
la pared desnuda y, con una voz que le salía de lo más hondo, me dijo:
―No
entiendo por qué el mundo está tan mal hecho. La mayoría de los hombres somos
pobres y sólo unos cuantos tienen cuanto desean, y encima no están contentos y
suspiran por tener más, como pasó con Damián, tu bisabuelo, que a fuerza de
explotar y explotar a los obreros, construyó esta casa y compró cantidad de
fincas.
―¿A qué
vienes ahora con eso? ―le interrumpí, un tanto molesto―. Más respeto para mi
bisabuelo, que está muerto, y además has de saber que hace años daba de comer a
mucha gente.
―Seguramente
daba de comer, ¡pero más comía él! Lo mismo pasa ahora con el veterinario, que
cuando llegó al pueblo, no tenía ni una gallina para hacer caldo y ya va por el
segundo gallinero, además de otras naves con vacas, puercos y la madre que le
parió. Se está quedando con medio pueblo.
―Bueno,
y a mí, ¿qué me importa lo que me estás contando?
―A ti
nada, ya lo sé, pero tú no sabes cómo me suenan las tripas cuando me voy a la
cama con un mendrugo, y al día siguiente, si quiero desayunar, tengo que salir
al corral, haga frío o calor, y ordeñar la cabra, y luego al mediodía comer
patatas, patatas y todos los días patatas, hasta acabar el perol ―hizo una
pausa, como si se hubiera tomado la última cucharada del dichoso perol, y
continuó―: Lo que más rabia me da es que mis padres estén tan conformes. Cuando
me quejo, mi padre, siempre dice: «¡Mecagüen… la «hospiricueta»! Para no
aportar nada, bien protestas. ¡Jódete! y si no, haber nacido rico». Y si a mi
madre la digo antes de acostarme: «¿No hay más?» después de haber engañado el
estómago con un trozo de pan con tocino, ella, empleando un tonillo que suena a
justificación, me recuerda: «De banquetes y grandes cenas, están las sepulturas
llenas».
Jeremías,
pareció volver en sí y, mirándome fijamente, me hizo una pregunta que se me
quedó grabada durante mucho tiempo:
―Alvarito,
¿en qué pensaba Dios cuando me trajo al mundo?
En un
primer momento no supe qué contestarle. Hasta ese día no había conocido a nadie
que tuviera la imperiosa necesidad de comer, ni me había percatado de mi
situación privilegiada: yo comía y cenaba todos los días y aún ponía pegas si
el huevo frito no tenía «puntillas», o si se repetía la legumbre más de la
cuenta. Me acordé de lo que nos había dicho mi padre en la estación de
Salamanca: «En estos tiempos, muy pocos pueden comer carne como vosotros». Al
oír por primera vez el comentario me pareció una pesadez, pero había que
reconocer que, aunque fuera una advertencia paterna… ¡tenía razón!
Compungido
por la situación de Jeremías, no se me ocurrió mejor cosa que decirle:
―¡Claro
que Dios pensaba en ti! Hoy te quedas a comer con nosotros.
Y aunque me apetecía descansar del viaje, le
propuse:
―A la
tarde vamos al regato y me enseñas a coger ranas.
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