domingo, 13 de diciembre de 2020

 PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (73)

CAPÍTULO XI

La Tertulia

 

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Aromas primaverales y un cielo despejado que inundaba con su luz cegadora aquella mañana de Junio, me acompañaban en mi regreso a casa. Era sábado y acababa de recibir mi entretenida clase de francés, rematada con la consiguiente audición musical, según acostumbraba a hacer madame Stéphanie. En esta ocasión, me había regalado el oído con un cuento de hadas musicalizado por Tchaikovsky: “El lago de los cisnes”, e incluso, de puntillas, me había ilustrado la parte final del ballet, bailando algunos compases para evocar ―dijo― su añorada juventud. Todo parecía sonreírme, pero la experiencia nos dice que, aún en los días más claros, una imprevista nube negra puede desbaratar en pocos minutos la luminosidad existente y provocar una gran tormenta... Algo parecido me ocurrió cuando, tras franquearme Petra la puerta de entrada, oí la irritada llamada de mi padre, reclamándome:

―¡Álvaro! ¡Álvaro! ¡Ven aquí inmediatamente!

Mi padre me esperaba sentado en un sillón del salón, con el rostro demudado y congestionado por la tensión. Sin apenas darme tiempo a que me preguntara el porqué de su llamada, empezaron a salir de su boca toda clase de improperios dirigidos a mi persona.

―¡Quiero una explicación! ¡Necesito una explicación! ―comenzó diciendo―. ¡Cómo ha podido castigarme Dios con un hijo que desoye todas mis advertencias y se convierte en portavoz de las más abyectas consignas de ese cáncer de nuestro tiempo que es el comunismo! Bastante estoy sufriendo con ver que, en vez de dedicarte de lleno a los estudios y llegar a ser notario, pierdas el tiempo componiendo sonetillos, y encima hayas elegido como profesor de Lengua y animador de tus locos caprichos a un desalmado correligionario de esa pandilla de criminales, que estuvieron a punto de segar la vida a tu propio padre.

¡Mira! ¡Mira lo que hago con esta porquería! ―dijo, lanzando contra el suelo un librito de escaso grosor en el que estaban escritos, entre otros, “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” de Pablo Neruda―. No me tienes que decir la procedencia de esta bazofia que he encontrado en tu cuarto, porque está dedicada a don Julián.

―Así es, papá; es un libro prestado por don Julián ―dije, a media voz― para que fundamente mi poesía con nuevas formas expresivas...

―¡Valiente paparrucha! De la mente de un rojo no puede salir nada que merezca la pena. Miguel Hernández, Alberti y Lorca no han escrito sino mariconadas. ¿Crees que tu padre es un ignorante que no ha leído a esa gentuza?

Atusándose el bigote, quizás para tomar aire, mi padre se puso en pie y, levantado la mano derecha hasta casi rozar con el índice la lámpara del salón, me conminó diciendo:

―¡Recoge ese libro del diablo y devuélveselo a don Julián! Pide dinero a tu madre para pagarle las clases que le debemos y hoy mismo te despides de él. Prefiero que suspendas la Lengua y diez asignaturas más, antes de que un rojo frustrado te arengue hasta convertirte en un miliciano.

―¡Pero, papá ―dije suplicante―; don Julián es el mejor profesor que he tenido en mucho tiempo!

―¡Hasta en eso te ha convencido! Está escrito que los hijos de las tinieblas son más listos que los hijos de la luz. Estoy seguro de que ese hombre te habrá ido ganando con halagos para su causa. ¡Menos mal que creo haber llegado a tiempo de que sus enseñanzas no te hayan convertido en un hereje! Lo dicho ―concluyó diciendo―; devuelve el libro y despídete. No quiero verte más por casa de ese pervertido.

Y abandonó el salón, dejándome confuso, con un triste encargo que cumplir y con el gran poeta Neruda, y todo el genio de su poesía, a mis pies.

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Fotografía de Pedro de la Fuente.

                                                 

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