PASAJES DE “LAS LAMENTACIONES
DE MI PRIMO JEREMÍAS” (89)
CAPÍTULO VI
El cursillo de verano
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―¿Esperará Rosita, la de la
Nicanora, hasta que regrese? ―preguntó preocupado, Jeremías.
―Esa cuestión no debe quitarte
el sueño; en Francia o a donde vayas, siempre encontrarás mujeres. Ese es un
material que no se agota tan fácilmente, y en último caso, escríbela de vez en
cuando informándole de tus progresos. Si te va bien, ya verás cómo te guarda la
ausencia. ¿O no te he dicho cómo son las mujeres? ¡Demonio de crío! ¿Esa es tu
máxima preocupación?
El tío Caparras, dejando caer
la cabeza hacia atrás, permaneció unos minutos en
silencio con los ojos cerrados, acaparando el sol que iluminaba su rostro,
estático como una lagartija. Jeremías, preocupado por la brusca interrupción
de la conversación, preguntó:
―Caparras, ¿te has muerto o
qué?
Sin molestarse en abrir los
ojos, el hombre contestó:
―Aún no ha llegado mi hora,
Jeremías, pero cuando venga a por mí «la pálida», no habrá mucha diferencia entre
estar vivo o muerto; sólo variará de posición mi cuerpo y la piedra del
panteón, que estará por encima y no por debajo, como ésta en la que estamos
sentados. Desde que tomé la firme decisión de vivir a mi aire, soy una de las
pocas personas de este mundo que sin haber muerto, descansa en paz. Ahora, iros
a casa a comer, que ya es hora. Yo me quedo donde estoy, porque a mí nadie me
espera y además, el sol me alimenta.
Atravesando la Plaza llegué a
la casa del abuelo. Varios estornudos seguidos me confirmaron la frescura del
zaguán y alertaron a la familia de mi presencia.
―¿Dónde has estado? ―preguntó
mi madre desde la cocina―. Hace un rato que Tinín juega en el jardín y creo yo
que el cursillo termina a la misma hora para todos.
―Estuve con Jeremías, llevando
las piedras de la huerta a las afueras del pueblo― dije, para ocultar la
trastada hecha al Alpargata.
―Lávate las manos y ven a la
cocina. Hoy vamos a comer aquí, para que el abuelo no tenga que desplazarse.
Realmente, el abuelo no estaba
para muchos desplazamientos. Sentado en el escaño, combatía el frío envuelto en
una manta. Bajo el sombrero, los pellejos de la cara disimulaban a
duras penas el contorno de una calavera cada vez más evidente.
―Hoy ha venido el pescadero de
Corrales ―anunció mi madre, dirigiéndose al abuelo―, y he pensado, Tino, que
una pescadilla cocida le hará bien. Yo misma me encargaré de quitarle las
espinas para que se descuide comiéndola.
―Gracias, Consuelo, por ser tan
atenta conmigo. Al menos me quitas las espinas del pescado. ¡Si pudieras
quitarme también las que tengo clavadas en el corazón! ―dijo el abuelo,
arrebujándose con la manta.
―Todo se andará; cuando coma ya
verá como nota la mejoría y a la par se alivian los pesares ―le animó mi madre.
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Exquisita narración. Muy precisa y qué bien delineados los personajes. Saludos de David Flores.
ResponderEliminarMuchas gracias, amigo David. Tu comentario me agrada infinito al proceder de un escritor tan afamado. Tendré ocasión de agradecerte personalmente tu exquisito detalle. Abrazos.
EliminarTu novela, Las lamentaciones de mi primo Jeremías, fue utilizada por el grupo de lectura del Centro de Personas Mayores de San Juan.
ResponderEliminarMuchas gracias, amable comunicante. Si hubiera tenido conocimiento de ello, yo mismo les hubiera impartido una charla gratuitamente. No sé si todavía estaremos a tiempo. Saludos.
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