domingo, 4 de diciembre de 2016


PASAJES DE LAS “LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS” (31)
CAPÍTULO I
El Viaje
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Mi padre, en su quehacer cotidiano, tenía ocasión de trabar amistad con gran cantidad de gentes de toda edad y condición, y con el pretexto de que las escrituras reflejaran fielmente lo que deseaba el cliente, procuraba enterarse de toda la vida y milagros, tanto del protagonista como de familiares y amigos. Sabía muy bien, en cada ocasión, con quién estaba tratando, y si el sujeto era de condición sencilla, empleaba con astucia algunas muletillas que le daban un juego increíble:
―¡Hombre, don Menganito! ¡Así que es usted de Mayorga! ¿No conocerá a don Fulanito? Es muy buen amigo mío.
Ante un trato tan campechano, el cliente se sentía halagado y no paraba de hablar. Se creía un confidente necesario, deseoso de entablar amistad con el notario, por lo que, bajando el volumen de voz, en un tono confidencial, pormenorizaba todo lo que sabía acerca del tal Fulanito, comenzando por su estado civil actual, siguiendo por sus posesiones y terminando por: «Esto es lo que se dice de él en el pueblo; yo, ni entro ni salgo, usted ya me entiende…». Todos estos datos quedaban incorporados al increíble archivo mental de mi padre, que lo sacaba a colación, si era menester, en las tertulias del Círculo de Recreo; eso sí, con una elegancia exquisita:
―Es vox populi que don Fulanito tiene una barragana y anda un poco pillado de cuartos ―decía mi padre, al tiempo que ojeaba el periódico―, pero nunca hemos de hacer caso a rumores ¡La gente es tan mala!
En la sala de lectura, entre el humo de los habanos, las mentes preclaras de la ciudad, daban la impresión de no haber oído el comentario y continuaban deslizando la vista sobre los periódicos locales. Yo permanecía callado cerca del ventanal, repasando las odiosas declinaciones latinas, observando de soslayo el ajetreo callejero y con el oído atento a cualquier comentario. Al cabo de unos segundos, alguno de los contertulios, rompiendo el silencio afirmaba:
―Tiene usted razón, don Álvaro; no hay que hacer mucho caso de lo que se diga por ahí.
La sala recuperaba de nuevo la quietud, apenas perturbada por algún carraspeo, hasta que otro miembro de tan distinguido club, leía en voz alta la reseña completa de una esquela. Más silencio y, de nuevo, alguien que presumía conocerle muy bien, aseguraba:
―¡Pobre don Sixto! últimamente estaba muy malito. Pero ¿Qué se puede esperar de un hombre de setenta y cuatro años?
―Pero, ¿este don Sixto es el de los ultramarinos? ¿El padre de Marcial? ―preguntaba el curioso de turno.
―El mismo ―confirmaba el enterado―. Seguro que le has visto alguna vez; era bajito, calvo y un poco tartaja.
En un alarde de imaginación, el curioso sentenciaba:
―«El muerto al hoyo y el vivo al bollo», ha sido siempre una verdad como un templo. ¿Qué les parece a ustedes, si para alejar malos pensamientos, tomamos un cafelito?
Y todos, ordenadamente, iban a la cafetería, dejándome solo, minutos que aprovechaba para recitar en voz alta: «Amo, Amas, Amare….» haciéndome la ilusión de que Cristina estaba a mi lado, escuchándome.
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