PASAJES
DE “LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS”(1)
Es mi deseo
colgar en este blog, algunos pasajes de mi novela, a fin de que los lectores
puedan hacerse una idea, al menos aproximada, de los sucesivos lugares donde se
van desarrollando los hechos, conozcan la trama y sus personajes, así como de
la sucesión de afanes e intereses que propician el desarrollo de la acción.
Todo ello, con la sana y pícara intención de que en mis seguidores se despierte
la curiosidad por conocer el texto completo y adquieran la novela.
Para
comenzar, nada mejor que reproducir los primeros párrafos de las trepidantes
aventuras de mi primo Jeremías.
.
CAPÍTULO I
El
Viaje
Bajo un cielo limpio y un sol empeñado
en terminar de secar la mies que aún quedaba en pie, surgieron de repente ante
mis cansados ojos las cúpulas de la catedral de Salamanca, convertidas por los
juegos de luces mañaneras en una suerte de gigantes nacarados. Me vencía el
sueño, que no había podido conciliar a lo largo de la madrugada pese al
acompasado traqueteo del tren y al confortable tapizado del vagón de primera
clase. El olor a hollín nos había acompañado todo el trayecto, invadiendo el reducido
habitáculo del compartimiento y provocando en mi hermana Margarita unas náuseas
terribles, mientras, mi hermano pequeño, Tinín, se tapaba con las manos los
oídos, no fuera a sorprenderle de nuevo el estridente pitido de la locomotora. Mi
padre, D. Álvaro González Hontañera, notario del Ilustre Colegio de Valladolid,
cuyo semblante casi siempre era serio y autoritario, transmitía en esos
momentos bondad y cercanía a raudales. Estaba sentado frente a mí, a contra
marcha, moviendo nerviosamente los huesudos dedos de las manos sobre sus
rodillas, y aunque no podía ver el despertar salmantino, al notar decrecer la
velocidad, se levantó del asiento como impulsado por un resorte, miró por la
ventanilla escudriñando el panorama, se atusó el bigote y, tras exhalar un
profundo suspiro, repitió, como cada año, una frase que nos era familiar:
―¡Mirad niños! En esta ciudad estudió
vuestro padre.
Y como si esa historia no la hubiéramos
oído nunca, prosiguió:
―Gracias al esfuerzo de los abuelos,
pude estudiar Derecho. Eran tiempos difíciles y eso que no me puedo quejar porque
con gran aprovechamiento ―carraspeó como para hacer más énfasis en estas dos
últimas palabras―, conseguí acabar la carrera antes de que estallara el
Glorioso Alzamiento Nacional.
―Sí, papá ―respondimos, casi al unísono,
Tinín y yo.
Margarita, revuelta como estaba, no se
unió al dúo porque en esos instantes soltó un incontrolado eructo.
―Perdón papá ―dijo con gran
arrepentimiento mientras salía precipitadamente hacia el servicio.
Mi padre la disculpó, haciendo un gesto
con la mano, y lanzado como estaba, prosiguió:
―Cuántas gracias he de dar a Dios, que
me mostró el camino correcto, y así, alistándome en el ejército, ejército Nacional,
por supuesto ―aclaró―,
alcancé el grado de Alférez Provisional y me cupo el honor de colaborar, aún a
riesgo de mi vida, en la eliminación de las hordas masónicas. ―Tras una breve
pausa, se acarició la barbilla y, balanceando la cabeza, expresó el pensamiento
final―: ¡Qué habría sido de nosotros sin el Generalísimo!
A mis doce años, no entendía muy bien
el significado de «horda masónica», «Generalísimo» ni «Alférez Provisional», si
bien lo de «Alzamiento Nacional» lo oí un día, yendo al Colegio San José,
cuando un golpe de viento levantó las faldas de tres mujeres que caminaban
delante de mí, las cuales, entre aspavientos, intentaban sin éxito controlar
las improvisadas velas. De entre una cuadrilla de albañiles que trabajaban
adecentando un portal de la
calle Arribas , uno de ellos, al ver el espectáculo vociferó:
―¡Esto
sí que es el Alzamiento Nacional!
―¡Cállate
bocazas, que te pueden oír! ―replicó
otro―,
¿no has visto al chaval?
El chaval era yo y lo oí perfectamente,
aunque estuviera embobado contemplando por primera vez, al natural, unos muslos
de mujer, que por cierto, me parecieron descomunalmente grandes.
Otro pitido, esta vez más prolongado, y
el chirriar de los frenos, nos anunciaron la proximidad de la estación.
―Tata Lola y yo cogeremos las maletas;
vosotros, niños, ocuparos de los bultos más ligeros, y sobre todo no nos perdáis
de vista ―indicó mi padre, como si fuera fácil perderse en una estación semidesierta
a las ocho de la mañana.
―Consuelo, hazte cargo de Margarita,
que no la veo muy católica ―prosiguió mi padre, con evidente nerviosismo, mientras
capitaneaba el grupo hacia el extremo del vagón.

Me acuerdo cómo en cierta ocasión mi
tía Gertru dijo, dirigiéndose a ella: «Consuelo, hija, ¡qué acertado estuvo el
cura al ponerte el nombre!».
Y es que, en efecto, mi madre era, en
los momentos difíciles, nuestro paño de lágrimas, pero sobre todo poseía una
gran virtud: «escuchaba». A cada uno le dedicaba el tiempo necesario. Margarita
―¡la muy pesada!― estaba casi siempre pegada a ella; le cuchicheaba al oído mil
y una confidencias, seguramente relacionadas con su estrenada pubertad, (digo
esto, porque a veces, haciéndome el distraído, escuchaba: «…Margarita, no debes
comportarte así, con tus catorce años, ya eres una señorita») y jamás, por muy
cargante que estuviera, la apartaba de su lado. Con mi hermano Tinín jugaba
cuanto fuera preciso, al tiempo que reía sus «gracias», mientras le cubría de
besos. Y conmigo… bueno, me da un poco de vergüenza decirlo, pero se ganó mi
confianza desde el momento que le confesé estar enamorado de Cristina, la amiga
íntima de Margarita y al oír la noticia, no se rió de mí, al contrario, con
gesto grave, se me acercó, susurrándome en tono confidencial: «Pórtate como un
caballero; Cristina es una gran chica y tú debes ser digno de ella». Esta
respuesta confirmaba, de manera inequívoca, lo que desde hacía algún tiempo
venía observando al ducharme: equidistante de mis tetillas, sobre la piel
blanca que cubría mi esternón, afloraba una incipiente pelambrera.
Efectivamente, a pesar de mi voz un tanto aflautada, a mis doce años ya era un
hombre «de pelo en pecho», apto para iniciarme en galanteos amorosos. Cristina
encontraría en mí el hombre de sus sueños, del que se sentiría orgullosa cuando
paseáramos nuestro amor en la plazuela Santa Cruz. ¡Qué importaba la edad! ¡Qué
importaban unos cuantos centímetros de menos! El amor acabaría imponiéndose,
aún a pesar de que ella coqueteara con Felipe, un grandullón de quinto de
bachillerato que pasaba por ser el botín más codiciado entre las féminas de las
Carmelitas. ¡Qué plastón de tío!
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