jueves, 17 de marzo de 2016

PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS..." (24)
 CAPÍTULO IV
La Compasión

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Cuando el taxi se paró frente al portal de nuestra casa, ya estaba Domi, la portera, haciendo como que barría el suelo, para fisgar a la nueva inquilina, de cuya hora de llegada ya tenía noticia porque, no en balde, tenía a gala decir que “sabía los acontecimientos, antes de que ocurrieran”, aunque algunos vecinos echaran por tierra sus facultades premonitorias al sorprenderla varias veces con la oreja pegada a la puerta del piso del que se percibía alguna conversación.
Con la angustia reflejada en el rostro y agarrada a mi madre, subió Petra en el ascensor, recitando una plegaria “por si las cuerdas de este cacharro se rompen”. Y cuando por fin tata Lola nos franqueó la puerta, se fundió con ella en un abrazo.
―¡Madre del Amor Hermoso! ¡Qué bien te conservas! Se ve que aquí no te matan de hambre, como mi cuñada “la diabla” ―luego se revolvió como una lagartija para preguntar por el que creía “su salvador”―: ¿Y el señorito Álvaro? ¿Dónde está ese santo?
Las respuestas a sus preguntas fueron atendidas de inmediato. Como si su invocación hubiera sido escuchada en las Esferas Celestiales, casi al momento apareció en el salón mi padre, con el rostro circunspecto. Se frotaba lentamente las manos a la altura del pecho, en una clara maniobra para que Petra, que hizo ademán de abrazarle, se contuviera.
―¡Ay Señorito, qué bueno que es usted! Si no hubiese mandado que viniera, en dos meses no tendría ni una onza de carne pegada a los huesos.
Mi padre, con aires de Redentor, abriendo y cerrando comedidamente los brazos, como un predicador, casi le soltó el mismo discurso por el que me reprobó, días atrás:
―Petra, Petra. Si los que somos verdaderos cristianos no nos acordamos de los que pasan necesidades, ¿con qué méritos vamos a pedir al Creador que nos proteja en salud y hacienda? En nuestra casa recuperarás las carnes perdidas porque alimento no te ha de faltar, y en cuanto al trato, serás una más de la familia en agradecimiento al tiempo que estuviste dedicada al cuidado del abuelo Tino.
 Al escucharle, mi madre me miró y se sonrió. Como Petra no cesaba de llorar y sus palabras de agradecimiento eran berridos que no se entendían, cogiéndola del brazo, le dijo con dulzura:
―Ahora no es tiempo de lloros, sino de alegrías. Voy a enseñarte el cuarto que te hemos preparado para que dejes tus cosas. Está junto al de tata Lola, pero a diferencia de aquél, sin ser tan amplio, está mejor situado, porque tiene la ventaja de estar comunicado con la cocina.
Cuando constató el calorcillo de la habitación y la amplitud de la cama y del armario empotrado, no pudo por menos de exclamar:
―¡Un palacio! ¡Esto es un palacio! Y no el cuchitril en donde me tenía encerrada “la diabla”. ¡Que se joda! ―dijo, pateando el suelo―. Seguro que cuando llegue la noticia al pueblo, ni ella ni nadie se va a creer que a mis años vivo como una reina.
Siguiendo sus costumbres y como estaba fatigada por el viaje, a las seis de la tarde tomó un vaso de leche y se fue a la cama. Mi madre comprobó poco después que dormía plácidamente.
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