PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS..."
(24)
CAPÍTULO IV
La Compasión
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Cuando
el taxi se paró frente al portal de nuestra casa, ya estaba Domi, la portera,
haciendo como que barría el suelo, para fisgar a la nueva inquilina, de cuya
hora de llegada ya tenía noticia porque, no en balde, tenía a gala decir que
“sabía los acontecimientos, antes de que ocurrieran”, aunque algunos vecinos
echaran por tierra sus facultades premonitorias al sorprenderla varias veces
con la oreja pegada a la puerta del piso del que se percibía alguna conversación.
Con la
angustia reflejada en el rostro y agarrada a mi madre, subió Petra en el
ascensor, recitando una plegaria “por si las cuerdas de este cacharro se rompen”.
Y cuando por fin tata Lola nos franqueó la puerta, se fundió con ella en un
abrazo.
―¡Madre
del Amor Hermoso! ¡Qué bien te conservas! Se ve que aquí no te matan de hambre,
como mi cuñada “la diabla” ―luego se revolvió como una lagartija para preguntar
por el que creía “su salvador”―: ¿Y el señorito Álvaro? ¿Dónde está ese santo?
Las
respuestas a sus preguntas fueron atendidas de inmediato. Como si su invocación
hubiera sido escuchada en las Esferas Celestiales, casi al momento apareció en
el salón mi padre, con el rostro circunspecto. Se frotaba lentamente las manos
a la altura del pecho, en una clara maniobra para que Petra, que hizo ademán de
abrazarle, se contuviera.
―¡Ay
Señorito, qué bueno que es usted! Si no hubiese mandado que viniera, en dos
meses no tendría ni una onza de carne pegada a los huesos.
Mi
padre, con aires de Redentor, abriendo y cerrando comedidamente los brazos,
como un predicador, casi le soltó el mismo discurso por el que me reprobó, días
atrás:
―Petra,
Petra. Si los que somos verdaderos cristianos no nos acordamos de los que pasan
necesidades, ¿con qué méritos vamos a pedir al Creador que nos proteja en salud
y hacienda? En nuestra casa recuperarás las carnes perdidas porque alimento no
te ha de faltar, y en cuanto al trato, serás una más de la familia en
agradecimiento al tiempo que estuviste dedicada al cuidado del abuelo Tino.
Al escucharle, mi madre me miró y se sonrió.
Como Petra no cesaba de llorar y sus palabras de agradecimiento eran berridos
que no se entendían, cogiéndola del brazo, le dijo con dulzura:
―Ahora
no es tiempo de lloros, sino de alegrías. Voy a enseñarte el cuarto que te
hemos preparado para que dejes tus cosas. Está junto al de tata Lola, pero a
diferencia de aquél, sin ser tan amplio, está mejor situado, porque tiene la
ventaja de estar comunicado con la cocina.
Cuando
constató el calorcillo de la habitación y la amplitud de la cama y del armario
empotrado, no pudo por menos de exclamar:
―¡Un
palacio! ¡Esto es un palacio! Y no el cuchitril en donde me tenía encerrada “la
diabla”. ¡Que se joda! ―dijo, pateando el suelo―. Seguro que cuando llegue la
noticia al pueblo, ni ella ni nadie se va a creer que a mis años vivo como una
reina.
Siguiendo
sus costumbres y como estaba fatigada por el viaje, a las seis de la tarde tomó
un vaso de leche y se fue a la cama. Mi madre comprobó poco después que dormía
plácidamente.
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