PASAJES DE “LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS…”(24)
PRÓLOGO DE JOAQUÍN DÍAZ
Quienes vivimos en este siglo XXI, tan
complejo como cambiante, solemos considerar las costumbres o las tradiciones
como reliquias de un pasado que sólo nos atañe en la medida en que somos
capaces de identificar sus resultados con la vida de quienes nos precedieron.
Hemos roto en apariencia el vínculo vital con los individuos que hicieron la
historia más reciente y nos hemos convertido en espectadores de todo, más pendientes
de lo que pasa en las pantallas de los diferentes artefactos que de nuestra
propia existencia.
Por eso y muchas cosas más, me parece
muy interesante este libro que prologo. Su autor, Carlos Malillos, describe con
maestría y desenfado una situación del pasado reciente de nuestro país, que se
desarrolla en unos pocos días, y que pese a parecer predecible, llega a
sorprendernos y emocionarnos. Me refiero a un antiquísimo " rito de
paso", es decir, a ese momento mágico, ancestral, en el que la vida de uno
o varios individuos de una comunidad se movía hacia adelante, rompiendo con un
pasado rutinario y estableciendo nuevas pautas de comportamiento alentadas por
el misterio y la incertidumbre. Carlos, entre la fabulación y la autobiografía,
da fe por boca de Álvaro, protagonista y narrador de la novela, de las vicisitudes
que a él, en el umbral entre la infancia y la juventud, le acontecen en un
pueblo zamorano, adonde ha ido a pasar unos días de vacaciones junto a su
familia, desde Valladolid.
Esas vacaciones le sirven al autor para
transcribir sentimientos, personajes, situaciones, hábitos, vicios y virtudes
de un periodo de la postguerra que recordamos perfectamente quienes tenemos una
cierta edad.
Lo importante es ese "rito de
paso" en que Álvaro se adentra inconscientemente en un mundo nuevo y
desconocido, cuyas normas se grabarán a fuego en su conciencia para siempre.
Para ello deberá salir, previamente, de su mundo natural: la ciudad de
Valladolid, y exponerse a los peligros de un ámbito siempre hostil: el rural,
al que vienen a añadirse los peligros de haberse alejado, como el héroe de los
cuentos, de su casa, protectora y segura.
Y como padrino de esta ceremonia está
su primo Jeremías, pariente tan lejano en el árbol genealógico, como cercano en
el entorno vacacional. Jeremías apadrina a Álvaro, adoctrinándole sobre la violencia
que regirá sus relaciones con los demás, recomendándole determinados comportamientos
en sus escarceos con el sexo femenino, mostrándole las habilidades que le darán
un control sobre la naturaleza y sus misterios.
A cambio, Jeremías le pedirá a Álvaro
que sea su confidente en todas aquellas cuestiones que, fuera de su comprensión
y condicionadas por un destino adverso, se convierten en motivo de queja contra
esa mano invisible que repartió equivocadamente los dones y las riquezas. Las
lamentaciones de Jeremías, ese primo rural del protagonista, se transforman así
en un leit motiv, en unas endechas
por la devastación del templo propio y por el dolor de una vida sin futuro que
recorren todo el texto, excusa perfecta para el título del libro.
La exquisita habilidad con que el autor
maneja la relatividad de lo sagrado: el Alzamiento Nacional, la Gloria celestial prometida
por don Matías, el párroco, el rostro artísticamente humano de la Virgen de la Soledad , el brazo
incorrupto de Santa Teresa… dejan al lector una sensación de comodidad y de
distancia que le acompañará a lo largo de todos los capítulos en que se dividen
aquellas vacaciones de 1952, que tanto marcaron a Álvaro: el viaje, el pueblo, la
casa del abuelo, la fiesta...
El autor, con maestría, nos hace
partícipes y comensales de la mesa familiar, de las celebraciones vecinales, de
la Misa y las
procesiones patronales, de los preparativos rituales de la Fiesta , del respeto por las
normas consuetudinarias, etc. Otros ceremoniales encubiertos, como el desprecio
ritual a los neófitos, o hacia quienes no pertenecieran a la fraternidad iniciática,
el uso de palabras con un sentido crítico, el bautizo de los miembros de la
comunidad con el nombre que en verdad los pudiera definir, o sea, el mote
correspondiente, la adscripción de Álvaro a la hermandad de cazadores de ranas,
tras una ceremonia tan engañosa como indispensable, convierten la obra de
Carlos Malillos en un manual de antropología cuya principal finalidad viene a
ser el recuerdo. Revivir para recordar y recordar para revivir.
No obstante, a pesar de mi tendencia ―quizá
por deformación profesional― a descubrir hasta en los sucesos más elementales
complicados procesos rituales que tratan de conectar al individuo actual con
sus antepasados inmediatos, el texto de Carlos es sobre todo un relato
divertido y desenfadado.
D. Joaquín Díaz
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