PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (40)
CAPÍTULO II
La bienvenida
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Un inoportuno bache y un
«mecagüen... di... ela» fue la primera carga explosiva que lanzó el tío Mariano
sin poderse reprimir. Al oírlo, mi madre se santiguó, al tiempo que Lucía
propinaba a su marido un codazo, contenta, no obstante, de que por esta vez, el
improperio no fuera dirigido expresamente al Creador.
―¡Qué bruto
eres, Mariano! ―exclamó mi padre, no acostumbrado a esas expresiones.
―¡Anda, que
están los caminos cojonudos! ―respondió rápido mi tío, intentando justificarse.
No habría
hecho falta tal aseveración. El camino estaba en pésimas condiciones y esto
hacía que nos moviéramos de un lado a otro, mientras el carromato crujía,
amenazando descuartizarse, a pesar de tener los bujes con grasa hasta los
topes. Menos mal que Tinín, riéndose con las payasadas de Jeremías, rebajaba la
tensión.
Ni el calor,
ni el polvo del camino, ni siquiera el molesto acompañamiento del Mecagüen,
eran capaces de borrar la risueña mirada del rostro de mi padre, al que estas
contrariedades, y más que hubiera, no hacían mella. Estaba en su pueblo y
disfrutaba viendo la mies extendida, los bieldos sobresaliendo de las cebadas
trilladas, las aventadoras y los trillos en perentoria quietud, esperando horas
de mayor calor, y el encanto que transmitía la soledad de las parvas a esa hora
de la mañana. Todo
el conjunto componía, según él, un cuadro de insuperable belleza, imposible de encontrar en cualquier otra parte del planeta;
esta belleza le impulsaba a hacernos partícipes de su felicidad interior,
haciendo gala de su característica locuacidad didáctica:
―Éstas son
«las eras de abajo» ―dijo―; en la otra parte del pueblo, cerca de las escuelas,
están «las eras de arriba», más coquetas, pero de menor extensión, ocupadas
casi en su totalidad por nuestra familia durante años, antes de que el abuelo
arrendase las tierras. Allí, obreros y señoritos disfrutábamos de lo lindo haciendo
el verano; ¡qué tiempos aquellos! Trabajaban para nosotros sesenta segadores
gallegos y llegamos a tener hasta siete pares de mulas argentinas, trillando
desde junio a septiembre. Casi todos los años, nos sorprendían las ferias de
Salamanca sin que hubiéramos terminado la faena. ―Hizo una pausa para tomar
aliento, y continuó―: Sólo nos dábamos un respiro de algunos días sobre el
cuatro de agosto, para festejar a santo Domingo. ¡Aquello sí que eran fiestas!
¡Qué manera de cantar y de bailar! ¿Te acuerdas, Lucía?
―Ya lo creo,
primo ―respondió mi tía―. Entonces la juventud era más sana, no tenía tanta
molicie como ahora.
Pensé que no
sería tan sana cuando varios familiares habían muerto jóvenes de tuberculosis y
otras dolencias, pero me callé porque interrumpir a mi padre en esos momentos
me hubiera traído consecuencias. En esta ocasión, la prudencia me evitó una
colosal metedura de pata.
Un poco
antes de atravesar el puente sobre el regato, mi padre se percató de un
caminito que se perdía entre zarzas y exclamó:
―¡Mirad!
¡Mirad! Por aquí se va a la fuente «El Chagaril». No hay en todo el mundo,
mejor agua que esa ―aseveró―. Es buena sobre todo para las vías urinarias y
para la piel. ¡Cuántos litros no habremos bebido de ella!
La pasión le cegaba. Yo sabía por
boca de mi madre, que el bisabuelo, años antes de
morir, padeció fuertes dolores en el riñón a consecuencia de una piedra que no
conseguía expulsar, y que mi abuelo, a raíz del fallecimiento de la abuela Macrina ,
tenía serias dificultades para orinar. «Próstata: tiene usted la próstata muy
grande, don Constantino ―dijo el especialista de Zamora―; veremos si el mal
remite; en caso contrario operación “habemus” en septiembre».
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Fotografías del autor.
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