PASAJE DE “LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS” (41)
CAPÍTULO II
La bienvenida
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Jeremías, que
estaba al tanto de lo que se comentaba, debió oír «Chagaril», por lo que, al
momento, interrumpió los silbidos, sustituyéndolos por una cancioncilla que
repetía como una salmodia: «Agua del “Chagaril… il...il”, bebe mucho y harás
pis…is…is». Tinín reía sin parar, Margarita escondía la cara entre las manos y
mi madre y tata Lola disimulaban como podían, conteniendo la risa. Al tío
Mariano, no le hizo tanta gracia la ocurrencia, porque seguramente no era la
primera vez que oía la misma cantinela, y explotó:
―¡Cállate
«jodío» crío, y estate a lo que estás! ―refunfuñó, para luego, dirigiéndose a
nosotros, continuar con su estilo peculiar―: ¡«Mecagüen» … tal! No sé cómo
crece; sólo aprende picardías. Eso sí, no le mientes un libro que se caga por
la pata abajo. Tampoco sé por qué cojones le llevo todavía a la escuela.
Al oírlo,
Lucía, poniéndose en jarras, salió en defensa de su hijo:
―¡Mira quién
fue a hablar! ¡Pues sí que tú eres amigo de libros! ¿O es que tienes en el bar
la biblioteca? Al final tanto me da, que sea el padre o el hijo; con los dos
acabo llena de mierda. Jeremías con los estudios se caga por la pata abajo y tú
no paras de echar «mecagüenes» todo el día por la boca.
Tan instructiva
charla, se interrumpió al cruzarse en nuestro camino una vaca de Fulgencio, el
Culebra.
―¡Saaa,
morucha! ―dijo Fulgencio, mientras lanzaba un canto a las patas del animal.
La vaca no se
dio por enterada y continuó caminando parsimoniosamente delante de nosotros,
sin variar el rumbo, balanceando las ubres, que se enredaban a cada paso entre
las patas traseras.
―¡Vaya tetas!
―me susurró Tinín, un tanto asustado.
―Chiss… ―le
indiqué, con el dedo en la boca, intentando callarle, mientras Jeremías
golpeaba con su varita el flanco del animal, para que se orillara.
Mi hermano no
era el único sorprendido. Yo tampoco en mi vida había visto unos depósitos de
leche tan grandes, agitándose de esa manera.
«En vez de leche, dará batidos» pensé en otro
de mis estúpidos razonamientos, cuando, de nuevo, retumbó desde el pescante la
voz aguardentosa de mi tío:
―¡Culebra!
¡«Mecagüen»… la leche! ¡Hasta que no te ponga los cuernos tu mujer, no vas a
saber tratar a las vacas!
―¡No te pases,
Mariano! ―respondió, el Culebra, que
hasta ahora tu mujer no es una zorra y bien de conejos cazas tú, furtivamente.
La expresión de
mi padre cambió radicalmente al oír estos comentarios, que consideró ordinarios
y altamente perjudiciales para nuestra formación, y sin cortarse un pelo,
vociferó:
―¡Mariano!:
Eres un grosero y un mal hablado ¿No te das cuenta que no estás solo? Mi mujer
y mis hijos no tienen por qué oír la sarta de palabrotas que lanzas cada vez
que abres la boca.
―Di que sí,
primo ―terció Lucía―; ya se lo tengo dicho muchas veces. Con este hombre no
puedo ir a ninguna parte. ¡Maldita sea! ¡En qué estaría pensando cuando se me
arrimó!
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delicioso como siempre... Buenos días, don Carlos
ResponderEliminarBuenos días, María Ángeles. Es un placer iniciar la mañana con tu saludo y con tu agradable comentario.¡¡¡Gracias!!!
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