LAS TENCAS DEL EMPERADOR CARLOS
Hay que admitir que los
Austrias españoles forman todos ellos un completo manual de enfermedades
psiquiátricas. Felipe II, enjuto, frío, incapaz de sonreír al decir de sus
coetáneos, sufría de obsesiones compulsivas; Felipe III era ludópata; Felipe IV
adicto al sexo, y Carlos II, al que el pueblo otorgó el significativo mote
de El hechizado, amén de su desmedido amor por el chocolate,
desarrolló el síndrome de Klinefelter. Los matrimonios endogámicos
entre estos monarcas tenían que pasar factura. Conste aquí que los Borbones
también tendrán su larga nómina de reyes afectados por melancolías,
que es como denominaban los médicos de la época a los males de espíritu.
Carlos I, Rey de España
y emperador romano-germánico, V de su nombre, hijo de Juana la Loca y bisnieto
de Isabel de Portugal, encerrada por sus extravíos en el Castillo de Arévalo,
también tuvo su enfermedad: la gula.
El apetito del Emperador
fue proverbial. Llegó incluso a solicitar una bula del Papa que le permitiese
comer nada más levantarse, antes de recibir el cuerpo de Cristo en la sagrada
comunión, algo totalmente prohibido por la Iglesia. «Cristo, por muy transustanciado que
se encuentre en la hostia, no llena la tripa», debió de pensar. La bula le fue
concedida y al monarca Habsburgo pudo servírsele, casi en la cama, su caldo de
ave con leche, su azúcar en generosa cantidad y sus alcamonías.
Cuatro cristianas
comidas efectuaba el César Carlos: a las 12 un almuerzo compuesto de no menos
de 20 platos, cerveza y vino. Si un Papa, incluso uno tan octogenario como
Pablo IV, era servido en su mesa con 25 platos, ¿iba a ser menos el Rey del
Mundo? Por la tarde la merienda y ya de noche, la cena. Los cronistas de la
época nos refieren varias indigestiones graves del Rey-Emperador, quien no
desdeñaba hasta comidas podridas: «Aun con mala salud, en medio de crueles
dolores, no se abstiene de comer ni de beber lo que le es perjudicial», llega a
referir Guillermo Van Male, su ayuda de cámara y gentilhombre.
La nómina de sus
manjares predilectos puede llegar a ser muy amplia. Mencionemos aquí las ostras
de Ostende, las sardinas ahumadas, los salmones, las angulas, las
salchichas picantes, toda clase de carnes y la tenca.
La humilde, la simple
tenca. Tinca, tinca. Pez de agua dulce y que prefiere como hábitat
las charcas y los estanques. Su gran tolerancia a la baja oxigenación y a las
aguas sucias favorece su expansión. Autores hay que consideran que ya se
consumía en la Edad del Hierro; y en Extremadura es un pez usual a lo largo del
río Tajo. Cuenta la leyenda, de hecho, que, a su paso por Arroyo de la Luz,
entonces del puerco, probó el emperador las tencas fritas de la
zona; quedó admirado y dispuso desde entonces que se le sirviesen en su mesa.
Tal vez entre esa veintena de platos a que estaba acostumbrado.
También las tencas le
acompañarían durante su retiro en el jerónimo Monasterio de Yuste.
La historia servil y
cortesana muchas veces nos ha dibujado a un emperador recluido en el monasterio
en régimen casi de asceta. En modo alguno. Su palacio, sí, era sencillo, pero
en su retiro estuvo servido por 52 criados. Compárense estos con los 38 monjes
que vivían entonces en Yuste. 52 criados, de los cuales más de 20 estaban
dedicados a servir su mesa, siempre generosa. Tenía cocineros, panaderos,
pasteleros, un encargado de la cava, un frutero, un salsero, un cazador para
surtir de carnes de caza, un hortelano, un cuidador de las gallinas y un
afamado cervecero, Enrique Van der Hesen, que preparaba su bebida predilecta.
En materia de vinos, el Habsburgo tiraba de las bodegas de Pedro Azedo.
En los estanques creados
en Yuste por su ingeniero Torriani, pescaba el emperador. Tirando la caña desde
la ventana o la terraza del palacio. En aquellas aguas, estancadas, criaban
tencas, que pasaban rápidamente a la cocina a medida que el monarca las pescaba.
Le volvían loco, y algo de esa afición ha quedado en las muy recomendables
fiestas de la tenca que se celebran en la mancomunidad del Tajo-Salor.
Pero, ay, aquellos
estanques también fueron un hábitat favorable para los mosquitos; y entre estos
la hembra del anopheles. Una de sus picaduras infectó de malaria al
rey abdicado y cuando llevaba apenas un año en Yuste, murió. Malaria (del
italiano mal aria o mal aire) o paludismo (del latín palus,
pantano). Tal fue su final.
Tres meses había tardado
el césar en llegar a Jarandilla desde Bruselas. Otros tres estuvo esperando
allí hasta que terminaron su palacio. El 3 de febrero de 1557 puso pie en Yuste
y pudo comer sus tencas y el 21 de septiembre de 1558, por un mosquito, murió.
Pero queda el consuelo
que durante esos pocos meses comió bien y abundantemente. Salvo una vez,
cuando, incauto, decidió compartir mesa con los frugales monjes. Una sola vez.
Consta que ni siquiera esperó al final de aquel almuerzo y, lamentando la
cocina tan sosa de los servidores de Dios, corrió a sus habitaciones, donde
pidió tencas fritas a su cocinero. Los monjes se entristecieron por la marcha
del Emperador.
Pese a aquel infausto
almuerzo, legó a los Jerónimos 160 carneros, 3 vacas lecheras, un gallinero y
abundante cebada y avena para que hicieran a partir de entonces su propia
cerveza.
Pasaje perteneciente a la novela: "SABOR Y
SABER" de los autores: Juan B. Verde
Asorey, Valentín Domínguez Cerrillo y Víctor M. Casco Ruiz. Ilustraciones de
Manuel Malillos Rodríguez. Editora: Cristina Medrano Montero. Editorial
Cuatrohojas(www.editorialcuatrohojas.com)
De esta novela dicen sus autores: no es un libro de recetas; no es un libro de Historia de la Gastronomía; no es un libro de Filosofía. Es un libro donde todo ello se junta, pero sin perder sus esencias.
.
Interesantísimo!!!!!
ResponderEliminarMe ha encantado leer estas anécdotas sobre la relación de Carlos V y la comida.
Saludos.
Muchas gracias, Maite. En la novela se citan muchas otras anécdotas referidas al origen, usos y recetas de alimentos tan utilizados como los garbanzos la sal, los tomates, etc., etc., como bien dices: ¡Interesantísimo!
Eliminar