PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO
JEREMÍAS" (43)
CAPÍTULO III
La casa del abuelo
No había que haber estudiado en
Salamanca, como mi padre, para darse cuenta de que la
casa del abuelo era el edificio más noble de la Plaza Mayor del
pueblo, y aún me atrevería a decir de todo el partido judicial de Fuentesaúco.
Con dos pisos y desván abuhardillado, competía en altura con el Ayuntamiento,
pero a diferencia de aquel, tenía el empaque de una casa solariega. La
fachada, construida en piedra de Villamayor, guardaba cierta semejanza en su
arquitectura con la de algunos edificios neoclásicos de Salamanca. La puerta principal estaba enmarcada por dos columnas, culminadas por sendos
capiteles jónicos, soportes decorativos de un frontón entrecortado que
albergaba, en una pequeña hornacina, la imagen de la Virgen María. Las
ventanas se remataban primorosamente con motivos florales,
predominantemente, hojas de vides, entre las que emergía la cabeza de Dioniso,
rodeado de ninfas. Pero quizás, lo que daba un mayor realce a la edificación,
era el balcón central, amplísimo mirador de forma circular con un enrejado
espectacular, que el bisabuelo Damián se hizo fabricar y traer desde el País Vasco en 1.905, en una demostración ostentosa de su gran poder
adquisitivo. Eran años de prosperidad económica, de los que su propietario
quiso dejar constancia para las generaciones futuras, grabando en un sillar de la fachada la siguiente inscripción:
«Propiedad de Damián González del Pozo. Año 1.905.»
Alguien sobrado de envidia,
queriendo mostrar al visitante el origen de la fortuna, había rayado con un
punzón la piedra contigua a la de la inscripción, figurando junto al nombre de
mi bisabuelo, la palabra «MULERO», escrita en letras mayúsculas de desigual
tamaño.
La puerta, de madera noble, no
había soportado con la misma entereza que la fachada el paso de los años.
Estaba un tanto vencida, agrietada y reseca; pedía a gritos una buena mano de
barniz, después de que un carpintero suficientemente experto, la nivelara y la
limpiara, restituyéndola al esplendor de antaño, sin mancillar la fortaleza del
roble.
Al traspasar el umbral, tuve la
impresión de adentrarme en una gruta, dada la extensión del zaguán y la
temperatura del recinto, al menos diez grados inferior a la del exterior; la
segunda impresión no era más agradable: el habitáculo estaba desprovisto de
muebles, a excepción de dos sillas fraileras y un escaño, presidido por un
retrato empolvado de mi augusto bisabuelo. A mano izquierda, en la alcantarera,
reposaban tres cántaros, protegidos del polvo por tapaderas de corcho. Del
artesonado pendía una minúscula lámpara de seis brazos, flotando en las
alturas, a poca distancia del techo: su luz iluminaba levemente una figura
humana vestida de luto riguroso, a juego con la sobriedad de la estancia; era
Petra, la cuidadora del abuelo: alta, enjuta y desdentada, que salía a
recibirnos.
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