ABDUCIDA
Elisa se quedaba siempre mirando a las estrellas. Habíamos
hecho nuestro un banco del parque desde el que se contemplaba el río encajonado
en su cauce y el discurrir tranquilo del agua bajo el puente romano. Era una
costumbre que iniciamos apenas unos días después de confirmar nuestro noviazgo.
El fulgor de su cara y el brillo de sus ojos, parecían transmutarse cuando,
desde el privilegiado mirador, alzaba su vista hacia el cielo y se quedaba
absorta, sin palabras, hechizada por el espectáculo de un cielo cuajado de
estrellas.
Mientras ella elevaba su mirada, yo, más carnal, no osaba
molestarla y distraía mi vista entre los carrascos de la ribera por si tenía la
fortuna de divisar alguna pieza de caza, mientras aspiraba los aromas de la
lavanda y, pacientemente, esperaba que la oscuridad me ofreciera la posibilidad
de estrecharla entre mis brazos.
Cuando eso ocurría, en los momentos más íntimos, me
confesaba: “Me siento atraída por el brillo azulado de un lucero. Me gustaría
poder subir por una escalera mágica hasta sentir el calor de sus rayos y
desentrañar la enigmática llamada de sus destellos”. “Sería bonito—contestaba
yo, más interesado en esos momentos, en probar la tibieza de sus labios”. Al
abandonar el banco, dirigía una última
mirada hacia el lucero y se despedía de él, lanzándole besos y agitando las
manos.
El baile o el cine no atraían mucho la atención de Elisa,en
cambio, le apetecía coger mi mano y pasear por la Ronda que circundaba la
ciudad hasta llevarme, sutilmente, hacia su lugar preferido de observación.
Hasta en los días nublados mostraba esa querencia, aunque la circunstancia de no poder ver su
estrella favorita le acarreara el consiguiente enfado.
Poco a poco, me di cuenta de que, en ese lucero, tenía un
serio competidor, máxime cuando, a medida que pasaban los días, dedicaba más
tiempo al lucero que a mí. La gota que colmó el vaso de mi paciencia fue un día
que respondió a mis requerimientos amorosos, apartándome y susurrándome con voz
entrecortada: “No puedo evitarlo. Aunque sé que te enfada, ese lucero me tiene
enamorada. Todo en él me parece bello y el hecho de no poderlo alcanzar me sume
en un sinvivir en el que me gozo esperanzada”. Me quedé sin palabras y acompañé
a Elisa hasta su casa por última vez.
En mi habitación
he repasado muchas veces los
dulces momentos que viví con ella y mi frustrante impotencia al no poder
competir con un rival tan diferente a mí y tan extrañamente idealizado.
De vez en cuando, a hurtadillas, seguí acudiendo en los
meses siguientes hasta el parque de la Ronda. Allí la encontraba absorta,
mirando fijamente el celaje sobre el que destacaba el lucero. Incluso alguna
vez me pareció escuchar palabras de
enamorada.
Un mal día, el banco se quedó vacío y desde entonces no he
sabido nada de ella. Su casa parece
estar abandonada y nadie responde cuando intento contactar con ella por
teléfono. Me pregunto si no habrá sido abducida por el lucero o, tal vez,
acogida en alguna institución en donde siga alimentando el sueño del encuentro
con su amado.
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