PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (55)
CAPÍTULO III
La casa del abuelo
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De esta manera acabó la primera
comida en el pueblo: las mujeres llorando de pena, los chicos llorando de risa
y mi padre muy serio y muy quieto en su silla, como si fuera un apóstol
que se hubiera caído del cuadro de la Sagrada Cena que presidía el comedor.
Afortunadamente para mí,
Jeremías, con el estómago más que lleno, olvidó mi proposición de enseñarme a
pescar ranas y, en su lugar, me invitó a pasar la tarde en el lugar donde solía
ir en ocasiones a pensar y a lamentarse de su escasa fortuna y de su condición
de niño mal nacido. El paraje estaba situado a escasos quinientos metros de la
iglesia, cerca de los lavaderos, pero lo suficientemente
alejado del pueblo para que los ruidos del quehacer cotidiano no perturbaran la
paz que se podía disfrutar en esa enorme pradera, surcada por un zigzagueante
regato que discurría paralelo en aquel lugar, a las vías del ferrocarril
Zamora-Salamanca, parte del recorrido Gijón-Sevilla, llamado con orgullo por
los lugareños como «La Ruta
de la Plata ».
Allí nos tumbamos,
permaneciendo un buen rato en silencio, dormitando. Jeremías se cambiaba de
postura constantemente, en un intento de que su estómago girara como una
hormigonera para digerir la copiosa comida, y yo miraba el cielo, salpicado de
algodones cambiantes de forma, mientras el aire, moviéndome el flequillo, me traía
de paso el inconfundible olor del agua fangosa, que discurría perezosamente muy
cerca de nosotros, entre juncos, espadañas y carrizos.
―No entiendo cómo tu madre, en
la bendición de la mesa ―dijo Jeremías, incorporándose ligeramente―, hablaba de
comer mejores manjares en el Cielo; con que fueran parecidos a los que cominos
al mediodía, ya me conformo.
―Es una forma de hablar
―respondí, acordándome de las clases de religión―; en el Cielo no se come,
porque no tendremos cuerpo. Se goza únicamente de la presencia de Dios.
―¡Pues vaya gracia! El Cielo
para mí ha perdido todo el interés. Por muy agradable que sea Dios, si le
tienes que contemplar con el estómago vacío, va a ser lo mismo que cuando viene
el cuenta chistes el día de la
Fiesta.
―Anda macho, vaya comparación.
De Dios no tienes ni idea. Lo único que piensas es en comer.
―Pues no comas y ya verás lo
que te pasa. Además, la comida se ve, pero a Dios todavía no le he visto. ¿Lo
has visto tú? ―dijo Jeremías dándome la espalda, a la vez que soltaba un sonoro
pedo.
El inesperado trueno fue la
forma más contundente de terminar nuestra conversación teológica, porque cuando
el hedor, con aromas de legumbre, llegó a mis narices, me incorporé de un salto
para alejarme del pestazo. Fue entonces cuando tomé conciencia de que, sin
haber visto a Dios, podía asegurar la existencia del infierno.
Fotografía de Pedro de la
Fuente.
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