domingo, 17 de marzo de 2019



PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (55)
CAPÍTULO III
La casa del abuelo
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Jeremías no pudo contenerse y soltó una carcajada. Tinín se rió, sin saber por qué. Margarita, mi madre y tata Lola se enrojecieron sabiendo de qué, mientras yo me desternillaba de risa, con la mano tapándome la cara para que la risa no irritara a mi padre.
De esta manera acabó la primera comida en el pueblo: las mujeres llorando de pena, los chicos llorando de risa y mi padre muy serio y muy quieto en su silla, como si fuera un apóstol que se hubiera caído del cuadro de la Sagrada Cena que presidía el comedor.
Afortunadamente para mí, Jeremías, con el estómago más que lleno, olvidó mi proposición de enseñarme a pescar ranas y, en su lugar, me invitó a pasar la tarde en el lugar donde solía ir en ocasiones a pensar y a lamentarse de su escasa fortuna y de su condición de niño mal nacido. El paraje estaba situado a escasos quinientos metros de la iglesia, cerca de los lavaderos, pero lo suficientemente alejado del pueblo para que los ruidos del quehacer cotidiano no perturbaran la paz que se podía disfrutar en esa enorme pradera, surcada por un zigzagueante regato que discurría paralelo en aquel lugar, a las vías del ferrocarril Zamora-Salamanca, parte del recorrido Gijón-Sevilla, llamado con orgullo por los lugareños como «La Ruta de la Plata».
Allí nos tumbamos, permaneciendo un buen rato en silencio, dormitando. Jeremías se cambiaba de postura constantemente, en un intento de que su estómago girara como una hormigonera para digerir la copiosa comida, y yo miraba el cielo, salpicado de algodones cambiantes de forma, mientras el aire, moviéndome el flequillo, me traía de paso el inconfundible olor del agua fangosa, que discurría perezosamente muy cerca de nosotros, entre juncos, espadañas y carrizos.
―No entiendo cómo tu madre, en la bendición de la mesa ―dijo Jeremías, incorporándose ligeramente―, hablaba de comer mejores manjares en el Cielo; con que fueran parecidos a los que cominos al mediodía, ya me conformo.
―Es una forma de hablar ―respondí, acordándome de las clases de religión―; en el Cielo no se come, porque no tendremos cuerpo. Se goza únicamente de la presencia de Dios.
―¡Pues vaya gracia! El Cielo para mí ha perdido todo el interés. Por muy agradable que sea Dios, si le tienes que contemplar con el estómago vacío, va a ser lo mismo que cuando viene el cuenta chistes el día de la Fiesta.
―Anda macho, vaya comparación. De Dios no tienes ni idea. Lo único que piensas es en comer.
―Pues no comas y ya verás lo que te pasa. Además, la comida se ve, pero a Dios todavía no le he visto. ¿Lo has visto tú? ―dijo Jeremías dándome la espalda, a la vez que soltaba un sonoro pedo.
El inesperado trueno fue la forma más contundente de terminar nuestra conversación teológica, porque cuando el hedor, con aromas de legumbre, llegó a mis narices, me incorporé de un salto para alejarme del pestazo. Fue entonces cuando tomé conciencia de que, sin haber visto a Dios, podía asegurar la existencia del infierno.

Fotografía de Pedro de la Fuente.




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