jueves, 9 de enero de 2020


EL ROSCÓN DE REYES

Volver al trabajo tras unos días de descanso, produce en el ánimo, una resistencia difícil de superar. Tras la ducha, Raimundo se dispuso a desayunar con evidente desgana. Tenía la moral baja, y el estómago le protestaba con sensación de llenura, después de unos días en las que había abusado del marisco, de los dulces y de los licores tan propios de las fechas precedentes y a los que su organismo no estaba acostumbrado a ingerir en tanta cantidad. Quiso acompañar el café con un trocito de pan con fiambre, pero su mujer se lo desaconsejó: "No tomes el jamón de york. Aún queda mucho roscón de Reyes y ya sabes que la nata lo puede echar a perder".

Ante tan precisa recomendación, dirigió la mirada hacia un extremo de la península de la cocina. Todavía, encerrado en una brillante caja, descansaban los restos del roscón del día anterior. Quedaba bastante más de la mitad, si bien se encontraba horadado en varios puntos y mancillado por la curiosidad de su hijo pequeño, siempre dispuesto a encontrar el regalo escondido y el haba. El primero sería para el explorador y el haba, para su padre, al que entregaba la legumbre entre las risas de la familia.
Tomó un trocito del empalagoso dulce, no pudiendo evitar que la nata manchara sus labios y parte cayera sobre el mantel. "Maldita nata", dijo, para luego arrepentirse,  porque por similitud fonética, recordó a Natalia, una joven recién licenciada que ocupaba desde noviembre el puesto de asesora en la misma consultoría en la que él trabajaba y en la que no había dejado de pensar desde entonces. Se limpió la boca con cuidado, meditando la locura que suponía para un hombre casado como él estar absorto repasando imágenes que su cerebro reproducía sin cesar.

"¿Me puedo firmar este escrito o espero un poquito, don Raimundo?" Peticiones como esta o parecidas, resonaban en sus oídos con musicalidad aterciopelada y cuando ella se colocaba a su lado para señalarle el lugar exacto en donde debía estampar la firma, tardaba a propósito un tiempo en encontrar las gafas, se las colocaba sin ninguna prisa e, incluso, hacía un comentario banal sobre el tiempo; todo con tal de sentirse embriagado, por unos instantes, por el aroma que exhalaba la joven.

Aquel siete de enero, al incorporarse al trabajo, Natalia le recibió con la mejor de las sonrisas. "¿Sabe, don Raimundo? El director me ha dado una gran sorpresa: me ha concedido el traslado a Madrid en donde podré reunirme con  mi amorcito". Un silencio de segundos invadió la estancia. "¿No me dice nada?" . "Sí, sí, claro... me alegro mucho. Perdona, estaba despistado", respondió Raimundo totalmente atorado.

"Bueno, antes de despedirme—dijo la joven— quiero darle las gracias por la cordialidad con que me ha tratado en el corto espacio de tiempo que he compartido con usted. No lo olvidaré fácilmente". "Para mí también será difícil olvidarte", agregó Raimundo, sin que su subordinada se percatara del verdadero sentido de sus palabras.

De vuelta a casa, Raimundo preguntó por el roscón. " No queda nada, papá. Nos lo hemos comido entre mis hermanos y yo—dijo el niño pequeño—, pero te he guardado el haba".




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