EL ROSCÓN DE REYES

Ante tan precisa recomendación, dirigió la mirada
hacia un extremo de la península de la cocina. Todavía, encerrado en una
brillante caja, descansaban los restos del roscón del día anterior. Quedaba
bastante más de la mitad, si bien se encontraba horadado en varios puntos y
mancillado por la curiosidad de su hijo pequeño, siempre dispuesto a encontrar
el regalo escondido y el haba. El primero sería para el explorador y el haba,
para su padre, al que entregaba la legumbre entre las risas de la familia.
Tomó un trocito del empalagoso dulce, no pudiendo
evitar que la nata manchara sus labios y parte cayera sobre el mantel.
"Maldita nata", dijo, para luego arrepentirse, porque por similitud fonética, recordó a
Natalia, una joven recién licenciada que ocupaba desde noviembre el puesto de
asesora en la misma consultoría en la que él trabajaba y en la que no había
dejado de pensar desde entonces. Se limpió la boca con cuidado, meditando la
locura que suponía para un hombre casado como él estar absorto repasando
imágenes que su cerebro reproducía sin cesar.
"¿Me puedo firmar este escrito o espero un
poquito, don Raimundo?" Peticiones como esta o parecidas, resonaban en sus
oídos con musicalidad aterciopelada y cuando ella se colocaba a su lado para
señalarle el lugar exacto en donde debía estampar la firma, tardaba a propósito
un tiempo en encontrar las gafas, se las colocaba sin ninguna prisa e, incluso,
hacía un comentario banal sobre el tiempo; todo con tal de sentirse embriagado,
por unos instantes, por el aroma que exhalaba la joven.
Aquel siete de enero, al incorporarse al trabajo,
Natalia le recibió con la mejor de las sonrisas. "¿Sabe, don Raimundo? El
director me ha dado una gran sorpresa: me ha concedido el traslado a Madrid en
donde podré reunirme con mi amorcito".
Un silencio de segundos invadió la estancia. "¿No me dice nada?" . "Sí,
sí, claro... me alegro mucho. Perdona, estaba despistado", respondió
Raimundo totalmente atorado.
"Bueno, antes de despedirme—dijo la joven—
quiero darle las gracias por la cordialidad con que me ha tratado en el corto
espacio de tiempo que he compartido con usted. No lo olvidaré fácilmente".
"Para mí también será difícil olvidarte", agregó Raimundo, sin que su
subordinada se percatara del verdadero sentido de sus palabras.
De vuelta a casa, Raimundo preguntó por el roscón.
" No queda nada, papá. Nos lo hemos comido entre mis hermanos y yo—dijo el
niño pequeño—, pero te he guardado el haba".
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