PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y
MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (74)
CAPÍTULO XI
La Tertulia
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Lleno de rabia, me dirigí aquella tarde a casa de don Julián, el cual se
sorprendió al verme tan disgustado, extrañado, sin duda, de que hubiera acudido
a su hogar en una hora en la que nunca antes me había presentado.
―¡Pasa! ¡Pasa! ¿Qué te ocurre? ―me dijo, al verme con el rostro
encendido y las lágrimas a punto de surcar mis mejillas.
Como pude y, suavizando la filípica de mi padre, le conté lo ocurrido,
aunque no pude obviar la razón por la que debía interrumpir las clases:
―Mi padre no quiere que tenga un profesor republicano ―afirmé, con los
ojos perdidos en la tarima del pasillo.
Don Julián trató de consolarme en un primer momento, aunque a
continuación, tras ofrecerme una silla, dio rienda suelta a lo que pensaba
acerca de la situación por la que atravesábamos.
―Estate tranquilo y no te preocupes por mí. No es la primera vez que soy
rechazado por mis ideas políticas. La Guerra Civil está aún muy reciente y
todavía es difícil convencer a los vencedores de que no todos los republicanos
somos asesinos ni quemamos iglesias. Ya sabes que en mi caso sólo ostentaba un
cargo administrativo, y esa fue la única razón esgrimida para apartarme de mi
Cátedra. He sobrevivido hasta ahora gracias a mi mujer, en espera de que se me
haga justicia y pueda algún día incorporarme al puesto del que fui desposeído.
En cuanto a ti y pese a la prohibición ―continuó diciendo― puedes seguir
viniendo a recibir clase siempre que lo desees y tengas ocasión; a partir de
ahora serán gratis. Seguiré prestándote libros de mi biblioteca y resolviendo
tus dudas con la misma dedicación con la que lo he venido haciendo hasta ahora.
Quiero que llegues a ser un gran poeta, y para ello te aconsejo que, venciendo
las dificultades, dediques cada día parte de tu tiempo a la creación literaria,
siendo constante en tu composición cotidiana. Recuerda lo que dijo Picasso al
respecto: “La inspiración existe, pero te tiene que sorprender trabajando”. Por
otra parte, quedas invitado a visitarme los sábados por la tarde, acompañado de
Cécile, si lo deseas. Te presentaré a un grupo de intelectuales con los que me
reúno semanalmente para tener una pequeña tertulia literaria. Aunque somos
gente de edad, podéis permanecer con nosotros el tiempo que creáis conveniente.
¡Todo menos aburriros! ―recalcó.
No supe cómo agradecer a don Julián su gesto de generosidad. Tan sólo,
al despedirme, le estreché la mano y le prometí que en alguna de mis visitas me
acompañaría Cécile. Así se lo hice saber minutos más tarde a la propia Cécile,
que se sintió muy apenada al conocer el proceder de mi padre.
―En Francia esto no habría ocurrido. Hay mucha más libertad de
pensamiento.
Pero viendo que el disgusto me impedía articular una sola palabra,
procuró caminar a mi lado en silencio para no ahondar más la herida.
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