domingo, 14 de febrero de 2021

 

PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (75)

CAPÍTULO V

El tío Caparras

 

 

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Cuando íbamos de camino, lo primero que hice fue darle la noticia de la invitación de don Matías para asistir a la mañana siguiente a su escuela de verano.

―Ya te lo dije cuando fui a buscarte a la estación ―me respondió―; en casa del cura se pasan muy buenos ratos. Lo que ocurre es que no soy muy constante, porque a veces don Lucio se pasa con el cuidado de la huerta y ya uno va estando harto de trabajar sin recibir una peseta a cambio. El verdadero profesor, cuando enseña, no debe pedir nada a sus alumnos. Yo mismo estoy dispuesto a enseñarte hoy a pescar ranas y atrapar pájaros con liga, y no pienso cobrarte nada. Lo hago sencillamente porque no comprendo cómo con la edad que tienes estás tan atrasado en estos menesteres.

―En Valladolid, los pájaros abundan en el Campo Grande, pero no se pueden cazar, y las ranas no las he visto ni cuando acompaño a mi padre por las orillas de la Esgueva. ¿De qué me servirá lo que me quieres enseñar? ―pregunté a mi primo.

―Nunca se sabe lo que te puede ocurrir en la vida. Hasta hoy has comido gratis. ¿Y mañana…? Mira: yo, a la par que me distraigo, saco un dinero vendiendo los pájaros a Rufino, el del bar de la Plaza, y las ancas de rana a don Antonio y doña Concha, ese matrimonio de forasteros que tienen casa en el callejón de la Plaza, así me puedo comprar un bocadillo de anchoas o una lata de mejillones y me libro de la monotonía de las patatas.

A medida que nos alejábamos del pueblo, camino del Cubeto, notaba que Jeremías disminuía la frecuencia de sus pasos. Las aletas de su nariz se hinchaban aspirando voluptuosamente el aire cargado de aromas provenientes del regato; elevando la frente, cerraba los ojos e incluso movía los labios sin articular palabra. Parecía que entre el regato y él existía una comunicación intangible, un idilio permanente que dulcificaba la expresión de su rostro, otorgándole la placidez de la felicidad completa. Era tal la transformación que experimentaba que se diría que su angustia vital, la pobreza familiar, el desprecio de las chicas y la soledad en la que se desenvolvía, desaparecían cuando sus pies contactaban con la pradera. La caña, que sobrepasaba su estatura en un par de palmos, le ennoblecía como la lanza a don Quijote, y a pesar de que yo no podía presumir de carnes, al ser de inferior estatura y mostrarme ciegamente obediente a sus indicaciones, me convertía en un Sancho Panza, siempre dispuesto a embarcarme en nuevas aventuras. Hasta ese momento, mis amigos sólo eran meros acompañantes de juegos o interlocutores de conversaciones triviales, en cambio, Jeremías se mostraba ante mí tal cual era; me abría su corazón en cada conversación, me transmitía los conocimientos que consideraba imprescindibles en su mundo, aunque sirvieran de poco en el mío, y en su devenir amoroso, no mostraba ningún pudor en proclamar su amor por Rosita la de la Nicanora, su particular Dulcinea, que pese a la negativa expresa de la muchacha, constituía el motor de su existencia, sin percatarse de que se trataba de un sueño imposible de alcanzar.

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