domingo, 21 de febrero de 2021

 

PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (75)

CAPÍTULO XI

La Tertulia

 

 

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Hacía tiempo que con Daniel no sostenía una conversación que fuera más allá de comentarios que intercambiábamos sobre asuntos de estudios; entre otras razones porque mi amigo vivía cada vez más entregado a todas las obras caritativas y a los actos piadosos que el Padre Oquendo le solicitaba. Recordando que había sido muchas veces mi paño de lágrimas, quedé con él para salir a charlar y para desahogarme del malestar que arrastraba a raíz del incidente habido con mi padre. ¡Yo era así de egoísta!

Como esperaba, le encontré dispuesto a ayudarme. Me escuchó con toda la paciencia del mundo durante varios minutos, hasta que tuvo oportunidad de intervenir para aconsejarme con suma delicadeza que tuviera paciencia y que no me tomara los contratiempos tan a pecho, ya que, según él, la vida era tan hermosa que no merecía la pena estar disgustado ni un solo minuto.

―Las preocupaciones que nos angustian en estos momentos carecerán de sentido dentro de muy poco tiempo, porque las circunstancias actuales y quienes las provocan, se van continuamente modificando. La vida ―filosofó― es un recorrido corto o largo, según se mire, salpicado de alegrías y sinsabores que hemos de ir afrontando con serenidad, sabiendo que a su término nos conducirán a un final trascendente que, estoy seguro, será maravilloso y cuya felicidad no tendrá fin.

Animado por la profundidad y franqueza de su razonamiento, no tuve ningún reparo en formularle una pregunta que, en otras circunstancias, me hubiera abstenido de hacerle.

―Ahora que te veo muy animado a iniciar la carrera sacerdotal, ¿no has pensado que estarás de por vida sin sentir el afecto de una mujer? ¿No te preocupa el no dejar descendencia?

Daniel arqueó las cejas y me contestó, con una leve sonrisa en sus labios:

―¡Claro que lo he pensado! El goce de tener una mujer que te acompañe y te comprenda, debe de ser maravilloso; pero lo que ocurre en mi caso es que todas esas posibles satisfacciones carecen de valor ante la llamada que he recibido de Dios. “El Señor, ha incendiado mi pecho” ―me dijo― y en cada ocasión en que tengo la oportunidad de ayudar a algún necesitado, siento que colaboro con la labor redentora de Jesús, de manera que afianzo mi vocación porque esa actitud me hace sentirme inmensamente feliz.

Ya no tuve valor para preguntarle por otra de las dudas que me carcomía como era la de conocer su opinión acerca de que si después de pasado un tiempo no se sentiría cansado y defraudado con la decisión tomada. Era una cuestión que también me afectaba a mí, cuando me preguntaba si los años no acabarían por apagar la belleza de Cécile y, consiguientemente, mi amor por ella. Prudentemente, y teniendo en cuenta que se trataba de su propia hermana, permanecí en silencio. Esa cuestión que me inquietaba, la tenía reservada para don Julián.

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