PASAJES DE "CÉCILE.
AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (75)
CAPÍTULO XI
La Tertulia
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Hacía
tiempo que con Daniel no sostenía una conversación que fuera más allá de
comentarios que intercambiábamos sobre asuntos de estudios; entre otras razones
porque mi amigo vivía cada vez más entregado a todas las obras caritativas y a
los actos piadosos que el Padre Oquendo le solicitaba. Recordando que había
sido muchas veces mi paño de lágrimas, quedé con él para salir a charlar y para
desahogarme del malestar que arrastraba a raíz del incidente habido con mi
padre. ¡Yo era así de egoísta!
Como
esperaba, le encontré dispuesto a ayudarme. Me escuchó con toda la paciencia
del mundo durante varios minutos, hasta que tuvo oportunidad de intervenir para
aconsejarme con suma delicadeza que tuviera paciencia y que no me tomara los
contratiempos tan a pecho, ya que, según él, la vida era tan hermosa que no
merecía la pena estar disgustado ni un solo minuto.
―Las
preocupaciones que nos angustian en estos momentos carecerán de sentido dentro
de muy poco tiempo, porque las circunstancias actuales y quienes las provocan,
se van continuamente modificando. La vida ―filosofó― es un recorrido corto o
largo, según se mire, salpicado de alegrías y sinsabores que hemos de ir
afrontando con serenidad, sabiendo que a su término nos conducirán a un final
trascendente que, estoy seguro, será maravilloso y cuya felicidad no tendrá
fin.
Animado
por la profundidad y franqueza de su razonamiento, no tuve ningún reparo en
formularle una pregunta que, en otras circunstancias, me hubiera abstenido de
hacerle.
―Ahora
que te veo muy animado a iniciar la carrera sacerdotal, ¿no has pensado que
estarás de por vida sin sentir el afecto de una mujer? ¿No te preocupa el no
dejar descendencia?
Daniel
arqueó las cejas y me contestó, con una leve sonrisa en sus labios:
―¡Claro
que lo he pensado! El goce de tener una mujer que te acompañe y te comprenda,
debe de ser maravilloso; pero lo que ocurre en mi caso es que todas esas
posibles satisfacciones carecen de valor ante la llamada que he recibido de
Dios. “El Señor, ha incendiado mi pecho” ―me dijo― y en cada ocasión en que
tengo la oportunidad de ayudar a algún necesitado, siento que colaboro con la
labor redentora de Jesús, de manera que afianzo mi vocación porque esa actitud
me hace sentirme inmensamente feliz.
Ya
no tuve valor para preguntarle por otra de las dudas que me carcomía como era
la de conocer su opinión acerca de que si después de pasado un tiempo no se
sentiría cansado y defraudado con la decisión tomada. Era una cuestión que
también me afectaba a mí, cuando me preguntaba si los años no acabarían por
apagar la belleza de Cécile y, consiguientemente, mi amor por ella.
Prudentemente, y teniendo en cuenta que se trataba de su propia hermana,
permanecí en silencio. Esa cuestión que me inquietaba, la tenía reservada para
don Julián.
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