PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (76)
CAPÍTULO V
El tío Caparras
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En un tramo donde el regato se
retorcía como una culebra y las espadañas sobrepasaban nuestros hombros, se oyó
croar a las ranas. Jeremías, sin decir palabra, me indicó con un gesto que ese
era el lugar idóneo para iniciar
―¿Qué vas a hacer? ―pregunté
inquieto.
―Tú mira y calla ―dijo con
autoridad―. Como más se aprende es observando. A mí este oficio me lo enseñó el
tío Caparras hace algún año, y me puso como condición permanecer en silencio.
Contigo haré lo mismo, sin embargo, como eres mi primo, te dejaré que me
preguntes al final, si no entiendes algo.
En un santiamén, enlazó un
extremo de la cuerda a la caña y con el otro extremo anudó un pequeño trozo de
la tela roja. El saco contenía también unas tijeras de tamaño considerable y
una bolsita de cáñamo atravesada por un grueso cordel con el que Jeremías ciñó
la cintura.
―Sígueme en silencio, ponte
detrás de mí y no pierdas detalle ―me recomendó, aplastando unas espadañas que
impedían ver el discurrir del agua.
Antes de lanzar la cuerda por encima de los
juncos, se restregó la mano izquierda varias veces en el pantalón y me susurró
al oído:
―Es fundamental tener la mano
izquierda bien seca.
Como si quisiera que su imagen
de consumado ranero quedara impresa en mi retina, Jeremías exageró el
lanzamiento, curvando excesivamente su cuerpo hacia atrás para proyectar cuerda
y trapo hacia la orilla del regato. Después, a impulsos constantes de su mano,
cimbreó la caña arriba y abajo haciendo que el trapito rojo saltara, imitando
con sus movimientos a un inquieto insecto, tratando así de atraer la atención
de las ocultas ranas. De repente, la más atrevida, saliendo de la espesura,
tragó el engaño. Jeremías con un brusco tirón, colocó la rana en su mano
izquierda, sin que el batracio fuera capaz de soltarse, pese a su escurridiza
piel.
―¡Te cogí, cabrona! ―dijo con
satisfacción, y al momento, utilizando las tijeras la partió en dos, desechando
cabeza y tripas y guardando las codiciadas ancas en el saquito de esparto.
―Ésta es sólo la primera;
continúa observando ―me dijo ufanamente, al lanzar por segunda vez el engaño
por encima de la maleza.
Su habilidad en la captura
quedó demostrada, porque en menos de una hora, Jeremías consiguió decapitar más
de dos docenas de ranas. Acompañaba cada ejecución dedicando a la defenestrada
una frase recurrente: «Te creías muy lista, ¡eh!»; «Tú ya no cantas más»;
«Estarás mejor en el plato que en el regato». Incluso a una de gran tamaño,
clavándola las tijeras con saña, le dijo: «Esto te pasa por ser tan bocazas
como mi padre».
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Fotografía del autor.
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