PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (81)
CAPÍTULO V
El tío Caparras
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―Vaya, vaya con el nieto del
señorito Tino ―me dijo―. Aunque ahora le ves decaído, tu abuelo ha sido muy
gamberro. ¡Cómo las preparábamos en carnavales! ―exclamó―. Recuerdo que un año,
al anochecer de un martes de carnaval, hicimos una procesión al estilo de las
que entonces organizaba don Florencio, el antiguo párroco. Yo, que era el más
osado, iba en cabeza, sosteniendo en una tornadera un gato pinchado en todo lo
alto; me cubría los hombros y la espalda con un saco a modo de capa pluvial, y
muy solemnemente cantaba con el tonillo gregoriano: «Si has visto un gato
neeeegro, devuélveselo a su dueeeeño». Detrás de mí, tu abuelo sujetaba con
alambre una lata grande de bonito en escabeche, que contenía unas ascuas. Movía
salerosamente la lata de izquierda a derecha, como si de un incensario se
tratara, y me respondía con el mismo tonillo: «Es un gato muy famooooso, muy
bonito y muy hermooooso». Todos los quintos de aquel año nos seguían en dos
hileras, con hachones encendidos, cubriendo la cabeza con sus respectivos
sacos, y a coro entonaban: «Dominus vobiiiiscum, el gato no lo hemus viiiisto».
La procesión no duró más que
unos cuantos minutos. Antes de llegar a la plaza, los números de la guardia
civil echaron por tierra todo el invento y nos llevaron detenidos a la casa
cuartel. Para salir tuvimos que pagar una multa de cinco pesetas cada uno.
Cuando llegó mi padre al cuartelillo, je, je… ―rió atragantándose―, me quería
matar, pues en aquel tiempo cinco pesetas era un dineral. También vino el
señorito Dámaso a rescatar a tu abuelo. A él no le importó tanto el dinero como
la vergüenza de que su hijo querido hubiera hecho burla de la religión, porque
don Florencio, con el maestro y el médico, no faltaban cada noche a la cita con
el tute en su casa. Aquello fue un escándalo que nos hizo famosos en el
entorno. De Peleas, Mayalde y Villamor venían mozos a conocernos, que nos
invitaban a vino por la bravuconada y nos pasábamos unas risas que para qué. Al
que no le hizo tanta gracia fue a Cirilo, el Alpargata, que resultó ser el
dueño del gato, y que nos enseñaba la hoz en cuanto tenía ocasión. A resultas
de aquello, los mozos estuvimos un tiempo sin poder cortarnos el pelo en el
pueblo, porque el Alpargata era el dueño de la barbería.
El tío Caparras se restregó los
ojos con un mugriento pañuelo que desprendía picadura de tabaco, y terminó a
modo de conclusión:
―Estas cosas de antaño no se le
olvidan a uno en toda la vida.
Acto seguido, levantó con
dificultad su pesado cuerpo y nos dijo:
―Andad a casa que ya va siendo
tarde. Yo voy a ver si caliento las lentejas que me sobraron esta mañana.
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