PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (87)
CAPÍTULO VI
El cursillo de verano
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Y como si don Matías no
sintiera la necesidad de alargarse en más explicaciones, colocando suavemente
su mano en la espalda de mi primo, nos acompañó hasta la trasera de la huerta,
despidiéndonos con un recurrente:
―Hasta mañana, si Dios quiere.
Al volver la cabeza para
responderle, vimos a Jesusa, el ama de don Matías, sirviendo un vaso de
limonada a don Lucio, que descansaba bajo la higuera, masajeando el caballete
de la nariz, intentando recuperar así el riego sanguíneo de esa zona.
Camino de casa, tuvimos que
andar soportando el peso de varias piedras en los bolsillos, además de las que
contenían nuestros sombreros de paja, utilizados como improvisados canastos.
Aprovechando que Tinín se nos adelantó al divisar la casa del abuelo, Jeremías,
que rumiaba la contestación de don Matías, no pudo por menos de desahogarse:
―¿Te has dado cuenta qué cara
más dura tienen estos tíos? El discurso de don Lucio me lo sé de memoria, y
siempre se las apaña para terminar haciendo dibujitos con las piedras, que
luego nos obliga a cargar con ellas. Con obreros gratis, se hacen muy bien las
faenas del campo; ya verás cuando acabe el verano, cómo a nuestra costa, la
huerta estará más lisa que una patena, y en cuanto a don Matías, todavía está
porque me invite algún año a comer higos. Cuando en octubre le pido alguno,
siempre encuentra una disculpa: que si se los comen los pájaros… que si se
estropearon el día de la tormenta… que si los toma Jesusa para ir al servicio…
sabiendo como sabe que no tengo higueras y que mis padres no tienen dinero para
comprar esa fruta. Ojalá un día, los higos le den una cagalera y se dé cuenta
de que tiene que compartir ―hizo una pausa para encontrar el fundamento de su
lamento, recordando otra vez el trabajo realizado en la huerta―. ¡Mira que
hacernos recoger cantos a pleno sol toda la mañana! Te lo dije el otro día: el
buen profesor enseña sin esperar nada a cambio, como hago yo contigo. Me
fastidian los aprovechados y me molestan más si encima se trata de gente con
estudios o con hábitos. Varias veces me ha dicho el tío Caparras que cuando sea mayor, aunque tenga muchos defectos, jamás
me aproveche de los que son menos que yo, porque lo último de este mundo es ser
un explotador.
Como lo de «explotador» ya lo
había dicho otra vez refiriéndose a mi bisabuelo Damián, no pude por menos de
defenderme contraatacando.
―El día de mañana nadie sabe si seremos o no
explotadores, y menos tú, que sueñas con ser un jefazo y mandar a mucha gente ―dije, y luego, acordándome de un refrán oído en casa, sentencié―: «No
digas nunca: de esta agua no beberé».
―Pues ese refrán, por lo menos
con mi padre, no se cumple, porque jamás bebe agua ―dijo Jeremías, mosqueado―.
De todas formas, ya parece, por la forma en la que me contestas, que estando a
mi lado te vas despabilando.
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