domingo, 19 de febrero de 2023

 

PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (93)

 

 

 CAPÍTULO VI

El cursillo de verano

 

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Mirando de reojo, por si se concretaba la presencia paterna, Jeremías se deslizaba entre las mesas para seguir el desarrollo de las partidas de cartas, más que por fijarse en el juego, por ver quién ganaba y quién perdía. Disfrutaba sobremanera cuando la fortuna volvía la espalda a los que no hacían migas con el tío Caparras.

―¡Que se jodan! ―decía―; tanto criticar al Caparras que es un vago que no gana dinero y ellos se dejan en la cantina lo que podían llevar a casa; por lo menos el viejo no trabaja pero tampoco despilfarra.

Cuando los ojos nos picaban a fuerza de aspirar el humo de las «farias» reanudábamos el paseo, acabando la mayor parte de las veces sentados junto al tío Caparras, quien jamás nos rehuía aunque le importunáramos con nuestras preguntas o le aturdiésemos con risas estridentes. Él nos miraba sin comentar nada cuando por delante de nosotros pasaba quien no le dirigía la palabra. Sin embargo, respondía cortésmente a quien le saludaba y, de paso, nos enseñaba cómo tratar a la gente sin tener en cuenta estado o condición. A Tomasete, un joven retrasado, le saludaba siempre con afecto.

―Con Dios, Tomasete ―le decía.

―Maañaaana llueeeve, Capaaarras ―contestaba con gran dificultad el muchacho, señalando con el dedo hacia arriba, bajo un cielo desprovisto de nubes.

Al oírnos reír, el tío Caparras nos amonestaba:

―No hay que reírse de la desgracia ajena. Por lo general, Tomasete no acierta con el tiempo que va a hacer porque predice lo que le gustaría que sucediera sin molestarse en mirar al cielo; además, ¿no se equivocan también los relistos de las arradios?

A intervalos frecuentes, María, la Perdiz, salía de su casa y se colocaba de pie junto a nosotros. Esta mujer, viuda octogenaria, atendía al tío Caparras como quien atiende a un canario. No le molestaba que el Caparras ocupara todo el santo día el banco adjunto a su casa; muy al contrario, su presencia le aseguraba que, a pesar de estar la puerta siempre abierta, nadie entrara en sus dominios cuando cocinaba o cuando hacía sus necesidades en el corral.

―Toma una pinta de vino ―le decía― para que la tarde no se te haga tan larga. Y el tío Caparras, después de darle las gracias, le contaba de corrido quiénes habían pasado por delante de su casa desde la última vez que se asomara.

Otras veces le daba a probar una albóndiga o una tajada del guiso que estuviera haciendo para pedirle opinión, y sin esperar su aprobación preguntaba:

―¿Se arregla la Engracia con el herrero?

―Está bien de sabor ―respondía Caparras, refiriéndose a la tajada― pero el de la fragua, aunque pone al rojo la forja, no acaba de calentarse con la Engracia.

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