PASAJES DE"CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN
POETA" (93)
CAPÍTULO XII
La Tolerancia
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En
muy pocos días, las despedidas y los acontecimientos se precipitaron: Daniel
puso rumbo a Villagarcía de Campos, dispuesto a iniciar su noviciado. A la
Estación del Norte acompañamos a Margarita, para que el tren la condujera a
Medina del Campo y en el castillo de la Mota cumpliera con el deber sagrado de
servir a la patria. Tinín también viajó hasta Puebla de Sanabria, para asistir
a un campamento organizado por la parroquia y dirigido por el párroco, don
Remigio. La presencia de este sacerdote fue garantía necesaria y suficiente
para que mi hermano disfrutara de unas vacaciones sin la presencia de mis padres.
Este hecho parecía confirmar un cierto aperturismo en las relaciones paterno
filiales. Mis padres decidieron adelantar unos días sus vacaciones, y
encontraron acomodo, como pretendían, en Cervera de Pisuerga, lo que propició
que tuviera que cambiar de manera provisional mi residencia, instalándome en
casa de tía Gertru. La mujer me tenía preparada una coqueta habitación,
sobreabundantemente decorada con fotografías de su marido, mi sufrido tío
Cesáreo. En alguna de ellas se podía apreciar, sobre el cristal, restos de
carmín. La estancia retenía el olor característico de la colonia en la que mi
tía parecía zambullirse cada mañana. Esos primeros días de julio los recordaré
por ser los primeros en los que gocé de un mayor grado de libertad. Cierto fue
que engordé un par de kilos debido a la contumaz insistencia de mi tía, que me
animaba a degustar con ella copiosos platos de ensaladilla, parrilladas de
carne y el remate imprescindible de dulcísimos postres, en donde los pastelitos
de crema tenían asegurada su presencia. “Come, come ―me decía. Un cuerpo
rollizo asegura una buena salud y un buen carácter. ¿Me has visto alguna vez
disgustada? Deberías decírselo a esa muchacha con la que sales; si no engorda a
tiempo, no tendréis hijos sanos”. Yo soportaba estos comentarios sin inmutarme
y sin llevarle la contraria. Salvo a la hora de la comida o cuando me
solicitaba ayuda para encincharla en su corsé, lo cierto es que “mi patrona”
apenas me molestaba. Además, tenía la buena costumbre de acostarse temprano, de
manera que me permitía regresar a su casa pasadas las diez. Quizás fuese ése el
principio de mi despertar bohemio. Tras despedirme de Cécile, al filo de las
nueve, como era preceptivo, deambulaba por la ciudad descubriendo el encanto de
la luz amarillenta de las farolas, iluminando las intricadas callejuelas del
barrio judío, hasta toparme con la impresionante fachada de san Pablo, para
adentrarme a continuación en la calle León, atraído por la sucesión de palacios
y tapias que hablaban de tiempos pasados. Solía volver sobre mis pasos y
desviarme por Conde de Ribadeo, hasta alcanzar la plaza del Rosarillo, en cuya
fuente acostumbraba a beber. Era más que una necesidad, un ritual que cumplía
para poder otear el hospital de Esgueva. Por allí pasaría minutos después para
empaparme con el sabor de las casas solariegas de Juan Mambrilla, antes de
quedarme extasiado contemplando las espectaculares dimensiones del escudo en
piedra que ocupaba toda la fachada de la iglesia de la Magdalena. Vuelto a la
civilización, caminaba apresuradamente hasta el pisito de la plaza de san Juan,
donde mi tía roncaba, disfrutando de un sueño reparador. A mí estos recorridos
nocturnos me servían de motivo inspirador para que la composición poética
respondiera a la estricta verdad, y no a una distorsión de la realidad, según
me había aconsejado don Julián.
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