domingo, 5 de marzo de 2023

 

PASAJES DE"CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (93)

CAPÍTULO XII

La Tolerancia

 

 

 

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En muy pocos días, las despedidas y los acontecimientos se precipitaron: Daniel puso rumbo a Villagarcía de Campos, dispuesto a iniciar su noviciado. A la Estación del Norte acompañamos a Margarita, para que el tren la condujera a Medina del Campo y en el castillo de la Mota cumpliera con el deber sagrado de servir a la patria. Tinín también viajó hasta Puebla de Sanabria, para asistir a un campamento organizado por la parroquia y dirigido por el párroco, don Remigio. La presencia de este sacerdote fue garantía necesaria y suficiente para que mi hermano disfrutara de unas vacaciones sin la presencia de mis padres. Este hecho parecía confirmar un cierto aperturismo en las relaciones paterno filiales. Mis padres decidieron adelantar unos días sus vacaciones, y encontraron acomodo, como pretendían, en Cervera de Pisuerga, lo que propició que tuviera que cambiar de manera provisional mi residencia, instalándome en casa de tía Gertru. La mujer me tenía preparada una coqueta habitación, sobreabundantemente decorada con fotografías de su marido, mi sufrido tío Cesáreo. En alguna de ellas se podía apreciar, sobre el cristal, restos de carmín. La estancia retenía el olor característico de la colonia en la que mi tía parecía zambullirse cada mañana. Esos primeros días de julio los recordaré por ser los primeros en los que gocé de un mayor grado de libertad. Cierto fue que engordé un par de kilos debido a la contumaz insistencia de mi tía, que me animaba a degustar con ella copiosos platos de ensaladilla, parrilladas de carne y el remate imprescindible de dulcísimos postres, en donde los pastelitos de crema tenían asegurada su presencia. “Come, come ―me decía. Un cuerpo rollizo asegura una buena salud y un buen carácter. ¿Me has visto alguna vez disgustada? Deberías decírselo a esa muchacha con la que sales; si no engorda a tiempo, no tendréis hijos sanos”. Yo soportaba estos comentarios sin inmutarme y sin llevarle la contraria. Salvo a la hora de la comida o cuando me solicitaba ayuda para encincharla en su corsé, lo cierto es que “mi patrona” apenas me molestaba. Además, tenía la buena costumbre de acostarse temprano, de manera que me permitía regresar a su casa pasadas las diez. Quizás fuese ése el principio de mi despertar bohemio. Tras despedirme de Cécile, al filo de las nueve, como era preceptivo, deambulaba por la ciudad descubriendo el encanto de la luz amarillenta de las farolas, iluminando las intricadas callejuelas del barrio judío, hasta toparme con la impresionante fachada de san Pablo, para adentrarme a continuación en la calle León, atraído por la sucesión de palacios y tapias que hablaban de tiempos pasados. Solía volver sobre mis pasos y desviarme por Conde de Ribadeo, hasta alcanzar la plaza del Rosarillo, en cuya fuente acostumbraba a beber. Era más que una necesidad, un ritual que cumplía para poder otear el hospital de Esgueva. Por allí pasaría minutos después para empaparme con el sabor de las casas solariegas de Juan Mambrilla, antes de quedarme extasiado contemplando las espectaculares dimensiones del escudo en piedra que ocupaba toda la fachada de la iglesia de la Magdalena. Vuelto a la civilización, caminaba apresuradamente hasta el pisito de la plaza de san Juan, donde mi tía roncaba, disfrutando de un sueño reparador. A mí estos recorridos nocturnos me servían de motivo inspirador para que la composición poética respondiera a la estricta verdad, y no a una distorsión de la realidad, según me había aconsejado don Julián.

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Fotografía de Mayte Martín García

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