LAS PERSEIDAS
y en el cielo, residuos incendiados de
cometas.
Esta noche
habría sido el apogeo
de luminarias celestes, de fuegos sin
artificio,
en la fiesta
de todas las fiestas del universo;
placer visual para una mágica noche
del verano de nuestras vidas.
¡Fugaces! ¡Vivas!
¡Inesperadas! ¡Sorprendentes!
Como flechazo
de amor, su luz dura un instante,
tiempo suficiente para impresionar la retina,
esperando otro
encuentro casual
que, al surgir
de nuevo,
avivará la latente
llama del recuerdo.
Sólo había que estar atentos. Sólo había que
pedir
que la nube
inoportuna no nos impidiera
contemplar el
espectáculo de estas estrellas
de bisutería que brillan con el fulgor
de los
brillantes verdaderos.
Al fin y al
cabo, qué importa su naturaleza,
si la belleza
no tiene precio.
Para quien se
asoma ilusionado a la ventana,
las Perseidas
suponen retomar la ilusión
de la noche de
Reyes,
mensajes
enviados desde el Cosmos
para los no
creyentes.
Pero esta vez
el Cielo no quiso
mostrar el
prodigio, seguramente para reforzar
la vacilante
fe de los que dudan
que una mano
poderosa
pueda sembrar
estrellas en el firmamento.
Y quizás por
eso, ayer,
no he podido
contemplarlas.
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