domingo, 30 de agosto de 2015

PASAJES DE " CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS..."(18)
 CAPÍTULO III
La Prepotencia
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Fue, efectivamente, un sábado, el último día de noviembre, para más señas, cuando tuvo lugar nuestro viaje al Cubo del Vino.
Félix, en tono campechano, saludó a mi padre, mientras le abría la puerta del taxi, impecablemente encerado.
―¡Dichosos los ojos, don Álvaro! Desde que tié secretario, hace tiempo que no le vislumbraba.
―Dichoso mes, que comienza con los Santos y termina con san Andrés ―dijo mi padre a modo de contestación. Sabía que respondiendo de este modo, evitaba el intercambio de frases con el taxista, buscando, premeditadamente, que éste no se tomara demasiadas confianzas durante el trayecto e interviniese en nuestra conversación. No era la primera vez que le había oído decir en casa que con gente que estuviera a nuestro servicio “muestras de confianza, las justas”.
Sentados cómodamente en el asiento trasero y despojados del abrigo, mi padre cruzó las piernas y me indicó por qué ese gesto no arrugaría su impecable traje marrón carmelitano:
―El sastre me ha asegurado que el traje que hoy estreno no necesita plancha. Está confeccionado en una tela llamada tergal, que garantiza que mi presencia sea impecable y marque diferencias con el atuendo de don Jacinto. Es la última novedad en tejidos, Además de no arrugarse, la tela permite la transpiración corporal por la trama abierta, lo que hace sentirte cómodo, aunque Félix se exceda en la calefacción de este bólido. Tú ―afirmó―, procura no cruzar las piernas. El conjunto “príncipe de Gales” que llevas puesto, al entrar en su composición el algodón, podría quedar tan arrugado como un higo chumbo, y eso estropearía la imagen corporativa que hemos de dar.
Mi padre llevó sus huesudas manos a la cabeza y se despojó del sombrero de fieltro beige, que depositó con gran cuidado tras él, en la bandeja posterior del vehículo. Lo había adquirido recientemente en la sombrerería “Santos” de donde era cliente habitual, sita en la calle Miguel Íscar, y a donde siempre llevaba un pequeño retal del último traje que compraba, para que la solícita Paquita le aconsejara sobre el tono de color del sombrero que hiciera juego con su indumentaria. Para mi padre, el sombrero, junto con el lustre de los zapatos, era el alfa y el omega de la elegancia. “Para un hombre de mi condición ―decía, en ocasiones―, es importantísimo ir arreglado de los pies a la cabeza”.
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