PASAJES
DE " CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS..."(18)
CAPÍTULO III
La Prepotencia
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Fue,
efectivamente, un sábado, el último día de noviembre, para más señas, cuando
tuvo lugar nuestro viaje al Cubo del Vino.
Félix,
en tono campechano, saludó a mi padre, mientras le abría la puerta del taxi,
impecablemente encerado.
―¡Dichosos
los ojos, don Álvaro! Desde que tié secretario, hace tiempo que no le
vislumbraba.
―Dichoso
mes, que comienza con los Santos y termina con san Andrés ―dijo mi padre a modo
de contestación. Sabía que respondiendo de este modo, evitaba el intercambio de
frases con el taxista, buscando, premeditadamente, que éste no se tomara
demasiadas confianzas durante el trayecto e interviniese en nuestra conversación.
No era la primera vez que le había oído decir en casa que con gente que
estuviera a nuestro servicio “muestras de confianza, las justas”.
Sentados
cómodamente en el asiento trasero y despojados del abrigo, mi padre cruzó las
piernas y me indicó por qué ese gesto no arrugaría su impecable traje marrón
carmelitano:
―El
sastre me ha asegurado que el traje que hoy estreno no necesita plancha. Está
confeccionado en una tela llamada tergal, que garantiza que mi presencia sea
impecable y marque diferencias con el atuendo de don Jacinto. Es la última
novedad en tejidos, Además de no arrugarse, la tela permite la transpiración corporal
por la trama abierta, lo que hace sentirte cómodo, aunque Félix se exceda en la
calefacción de este bólido. Tú ―afirmó―, procura no cruzar las piernas. El
conjunto “príncipe de Gales” que llevas puesto, al entrar en su composición el
algodón, podría quedar tan arrugado como un higo chumbo, y eso estropearía la
imagen corporativa que hemos de dar.
Mi
padre llevó sus huesudas manos a la cabeza y se despojó del sombrero de fieltro
beige, que depositó con gran cuidado tras él, en la bandeja posterior del
vehículo. Lo había adquirido recientemente en la sombrerería “Santos” de donde
era cliente habitual, sita en la calle Miguel Íscar, y a donde siempre llevaba
un pequeño retal del último traje que compraba, para que la solícita Paquita le
aconsejara sobre el tono de color del sombrero que hiciera juego con su
indumentaria. Para mi padre, el sombrero, junto con el lustre de los zapatos,
era el alfa y el omega de la elegancia. “Para un hombre de mi condición ―decía,
en ocasiones―, es importantísimo ir arreglado de los pies a la cabeza”.
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