En la pandilla de Juan, uno de sus componentes,
Ceferino, siempre llevaba la voz cantante. Ya estuvieran echando la partida,
viendo la tele o paseando, era raro que no diera la opinión de cualquier tema
del que se hablara, por ajeno que le fuera, absolutamente convencido de que su
punto de vista era el más acertado. Si la conversación atañía a temas
personales, también lo suyo era, sin duda, lo mejor.
Cuando la cuadrilla iba de vinos, la voz autorizada
de Ceferino, no tardaba en decir: “Este vino no está mal, pero el que tengo en
mi bodega, le supera con creces. Se lo compré a un amigo que…”. Si en la
conversación surgía el tema de los destinos veraniegos, Ceferino, parecía
haberse recorrido el mundo entero al afirmar: “Nada es comparable al aire puro
que se respira en el pueblo de mi cuñada; allí, ni siquiera los tísicos
necesitan medicación…”. Tampoco se quedaba corto elogiando a su mujer: “¡Mira que
he comido paellas en mi vida!, pero como las que hace mi mujer, ninguna. Yo
creo que es el toque especial que da al rehogado…”. Por supuesto, tampoco
olvidaba el autobombo: “Dibujo y pinto, bastante bien. Modestia aparte, he
expuesto en varios Centros Cívicos con críticas muy elogiosas. No sé a dónde
podría haber llegado si me hubiera dedicado en cuerpo y alma a la pintura, pero
tampoco era cosa de humillar a mis compañeros de academia. Además…”
Los amigos de pandilla, escuchaban y callaban para
evitar discusiones, porque en caso de contradecirle, sabían que Ceferino se
alteraba, elevando el volumen con el que trataba de argumentar lo que,
difícilmente, era defendible.
Un día, Juan, quiso invitar a sus amigos y esposas,
para inaugurar el chalet que había adquirido recientemente. El chalet,
estratégicamente ubicado en la cima de una colina, era una edificación de dos
alturas que poseía unas vistas maravillosas. En el sótano, además del garaje,
Juan, había hecho construir una magnífica bodega, que causó la admiración de
los visitantes. Las paredes, decoradas con cuadros al óleo, llevaban la firma
de su mujer. “Son de Clara—dijo Juan, con toda sencillez— Estuvieron expuestos
en Roma y París, pero estos, le parecieron tan apropiados para la bodega, que
no quiso venderlos”. Al escuchar este comentario, Ceferino, enrojeció de
envidia, máxime cuando el anfitrión, dirigiéndose a él le enseñó el muestrario
de botellas que descansaban horizontalmente, esperando el turno de ser consumidas y le dijo: “Cefe, tú que entiendes, elige el
vino apropiado. Tienes de la Ribera del Duero, Rioja, Cigales, Toro, Rueda,
Albariño… y si te gustan extranjeros, también encontrarás de Oporto, Burdeos, y
aquel Tokaj de Hungría, de elaboración complicada, que por su dulzor, es pura
ambrosía como vino de postre. Esas botellas, concretamente, las adquirimos en
nuestro último viaje, en el que visitamos, además de los países balcánicos, aquellos
otros que constituyeron el imperio austrohúngaro.” Ceferino, anonadado y
abrumado, no supo siquiera cuál de ellos ligaría mejor con los entremeses y,
para que no quedara al descubierto su ignorancia, prefirió que fuera Juan el
que eligiera.
El plato estrella de la comida, una espléndida
paella extraordinariamente presentada, hizo que un ¡Ohhhh! se escapara de la garganta
de los comensales al contemplarla; exclamación que se prolongó al degustarla.
El arroz estaba en su punto y los ingredientes le daban un sabor inigualable.
“¿Cuál es el secreto de este maravilloso manjar?”—preguntó una de las
invitadas. “No hay secreto—dijo, Clara, sin darse importancia—. Soy alicantina
y lo vengo haciendo toda la vida al modo que me enseñó mi madre”. Ceferino,
entre dientes, sólo acertó a decir: "No está mal", permaneciendo
callado el resto de la comida y de la sobremesa, recapacitando en cómo,
personas que le superaban en todos los campos en el que se creía un experto, no
alardeaban de lo que poseían.
Parece ser, que lo visto y comido en esta jornada
festiva, tuvo la virtud de hacer que, a partir de entonces, Ceferino, fuera más
comedido en sus juicios.
Una delicia de lectura...
ResponderEliminarUn millón de gracias, Mª Ángeles. Tus buenos comentarios me estimulan a seguir escribiendo. Besos.
ResponderEliminarMuy ejemplarizante,Carli!!Un gusto
ResponderEliminarAgradezco, María, tu comentario y me siento orgulloso de tu felicitación. Besos.
ResponderEliminarUn placer siempre leerte. Aprender a ser humilde es importante. Un saludo.
ResponderEliminarGracias, María José. El verdadero placer es tenerte como amiga. Te envío un saludo muy sentido.
EliminarHumildad siempre. Un claro ejemplo eres tú, Carlos. Besos desde la brisa de la tarde.
ResponderEliminarMucho más humilde de lo que pueda ser yo, eres tú, vientodecaliope, que sin saber tu procedencia, me envías brisas acariciantes como palmeras. Para ti sean mis besos de laurel y tamarindo.
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