domingo, 20 de agosto de 2017


 

En la pandilla de Juan, uno de sus componentes, Ceferino, siempre llevaba la voz cantante. Ya estuvieran echando la partida, viendo la tele o paseando, era raro que no diera la opinión de cualquier tema del que se hablara, por ajeno que le fuera, absolutamente convencido de que su punto de vista era el más acertado. Si la conversación atañía a temas personales, también lo suyo era, sin duda, lo mejor.

Cuando la cuadrilla iba de vinos, la voz autorizada de Ceferino, no tardaba en decir: “Este vino no está mal, pero el que tengo en mi bodega, le supera con creces. Se lo compré a un amigo que…”. Si en la conversación surgía el tema de los destinos veraniegos, Ceferino, parecía haberse recorrido el mundo entero al afirmar: “Nada es comparable al aire puro que se respira en el pueblo de mi cuñada; allí, ni siquiera los tísicos necesitan medicación…”. Tampoco se quedaba corto elogiando a su mujer: “¡Mira que he comido paellas en mi vida!, pero como las que hace mi mujer, ninguna. Yo creo que es el toque especial que da al rehogado…”. Por supuesto, tampoco olvidaba el autobombo: “Dibujo y pinto, bastante bien. Modestia aparte, he expuesto en varios Centros Cívicos con críticas muy elogiosas. No sé a dónde podría haber llegado si me hubiera dedicado en cuerpo y alma a la pintura, pero tampoco era cosa de humillar a mis compañeros de academia. Además…”

Los amigos de pandilla, escuchaban y callaban para evitar discusiones, porque en caso de contradecirle, sabían que Ceferino se alteraba, elevando el volumen con el que trataba de argumentar lo que, difícilmente, era defendible.

Un día, Juan, quiso invitar a sus amigos y esposas, para inaugurar el chalet que había  adquirido recientemente. El chalet, estratégicamente ubicado en la cima de una colina, era una edificación de dos alturas que poseía unas vistas maravillosas. En el sótano, además del garaje, Juan, había hecho construir una magnífica bodega, que causó la admiración de los visitantes. Las paredes, decoradas con cuadros al óleo, llevaban la firma de su mujer. “Son de Clara—dijo Juan, con toda sencillez— Estuvieron expuestos en Roma y París, pero estos, le parecieron tan apropiados para la bodega, que no quiso venderlos”. Al escuchar este comentario, Ceferino, enrojeció de envidia, máxime cuando el anfitrión, dirigiéndose a él le enseñó el muestrario de botellas que descansaban horizontalmente, esperando el turno de ser consumidas  y le dijo: “Cefe, tú que entiendes, elige el vino apropiado. Tienes de la Ribera del Duero, Rioja, Cigales, Toro, Rueda, Albariño… y si te gustan extranjeros, también encontrarás de Oporto, Burdeos, y aquel Tokaj de Hungría, de elaboración complicada, que por su dulzor, es pura ambrosía como vino de postre. Esas botellas, concretamente, las adquirimos en nuestro último viaje, en el que visitamos, además de los países balcánicos, aquellos otros que constituyeron el imperio austrohúngaro.” Ceferino, anonadado y abrumado, no supo siquiera cuál de ellos ligaría mejor con los entremeses y, para que no quedara al descubierto su ignorancia, prefirió que fuera Juan el que eligiera.

El plato estrella de la comida, una espléndida paella extraordinariamente presentada, hizo que un ¡Ohhhh! se escapara de la garganta de los comensales al contemplarla; exclamación que se prolongó al degustarla. El arroz estaba en su punto y los ingredientes le daban un sabor inigualable. “¿Cuál es el secreto de este maravilloso manjar?”—preguntó una de las invitadas. “No hay secreto—dijo, Clara, sin darse importancia—. Soy alicantina y lo vengo haciendo toda la vida al modo que me enseñó mi madre”. Ceferino, entre dientes, sólo acertó a decir: "No está mal", permaneciendo callado el resto de la comida y de la sobremesa, recapacitando en cómo, personas que le superaban en todos los campos en el que se creía un experto, no alardeaban de lo que poseían.

Parece ser, que lo visto y comido en esta jornada festiva, tuvo la virtud de hacer que, a partir de entonces, Ceferino, fuera más comedido en sus juicios.

 

8 comentarios:

  1. Un millón de gracias, Mª Ángeles. Tus buenos comentarios me estimulan a seguir escribiendo. Besos.

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  2. Agradezco, María, tu comentario y me siento orgulloso de tu felicitación. Besos.

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  3. Un placer siempre leerte. Aprender a ser humilde es importante. Un saludo.

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    1. Gracias, María José. El verdadero placer es tenerte como amiga. Te envío un saludo muy sentido.

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  4. Humildad siempre. Un claro ejemplo eres tú, Carlos. Besos desde la brisa de la tarde.

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  5. Mucho más humilde de lo que pueda ser yo, eres tú, vientodecaliope, que sin saber tu procedencia, me envías brisas acariciantes como palmeras. Para ti sean mis besos de laurel y tamarindo.

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