jueves, 15 de marzo de 2018


PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (44)
CAPÍTULO VI
La ilusión
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Si contenta estaba Margarita, no digamos la alegría que llenó, o mejor, que rellenó todo el cuerpo de Goyita cuando supo que un muchacho que le sacaba la cabeza iba a ser su partenaire. Escasa de acompañamiento masculino, no le importaba en absoluto que Daniel fuera dos años más joven que ella, incluso doña Engracia, al conocer que las carnes de su hija iban a tener acompañamiento masculino, visitó varias tiendas de ropa en un intento desesperado por encontrar algún vestidito tipo saco con que la niña se luciera. Pero todo fue en vano y, rendida a la evidencia, hubo de contentarse con la adquisición de varios metros de moaré, apremiando a la modista para que el revestimiento de la joven estuviera confeccionado en un tiempo récord.
El repetido sonido del claxon fue la señal para que Margarita y yo bajáramos a recibir al esperado Nacho. Se apeó del “Hispano- Suiza” vestido como un gentleman. Lucía un traje de cheviot gris con coderas, que enseguida cubrió con un abrigo beige de amplias solapas al percatarse de que la temperatura ambiente era terriblemente gélida. Su compañero de viaje debía de tener prisa pues, sin bajarse del coche, agitando la mano, dijo: “Ciao” y reinició la marcha. Nacho, que se protegía del sol membrillero con unas gafas ahumadas, se las quitó para besar a mi hermana con cierto recato, y acto seguido me estrechó la mano, sonriente, demostrando una exquisita corrección, enseñándonos, de paso, una perfecta dentadura. De manera ritual, peguntó por mi familia, y al mirarme de nuevo, me dijo con cierto tonillo:
―Arancha me ha encargado que te dé muchos recuerdos.
―Gracias, se los devuelves ―respondí, escueto.
En la contestación quedó patente mi educación y el cariño que sentía por mi hermana. En realidad, hubiera deseado decir: “los recuerdos de tu hermana me hacen devolver”, pero en algo tenía que notarse que estudiaba en un colegio de jesuitas.
Margarita le informó de la decisión paterna, por la que se vería obligado a comer aquel día en solitario, aunque le prometió, acariciando su barbilla, que por la tarde estaría junto a él, en mi compañía y con la de unos buenos amigos. Nacho aceptó de buen grado la decisión y quedamos a la taurina hora de las cinco de la tarde para comenzar nuestro recorrido por la ciudad.
Antes de la hora fijada, ya estaba Nacho en el portal esperando impaciente a Margarita, y al verla no pudo evitar exclamar: “¡Wooooaaahhh! ¡Estás preciosa!” y otras lindezas pronunciadas mientras sus manos se entrelazaban; piropos que cesaron al aparecer Goyita junto a Daniel y Cécile. Tras las consabidas presentaciones, los seis nos dirigimos hacia una cafetería para un primer cambio de impresiones. Margarita y Nacho iban en cabeza, dándose la mano y mirándose como si fuera la primera vez que se hubieran visto. Goyita, que enseñaba dos dedos del vestido de moaré dorado por debajo del abrigo, no tuvo inconveniente en colgarse del brazo de Daniel, mientras soñaba despierta. Cerrábamos la comitiva Cécile y yo, ligeramente distanciados, intercambiándonos miradas fugaces, pero sin encontrar tema de conversación. Parecía que todo el manantial de palabras acumuladas en mi mente se hubiera secado de repente. Un nudo en la garganta me impedía articular cualquier sonido y empecé a sentir miedo escénico y la impresión de que estaba haciendo el ridículo. Menos mal que en la cafetería las sensaciones fueron mejores. Daniel explicó con gran soltura el recorrido y las visitas que deberíamos llevar a cabo y animó la conversación en la que Nacho participó activamente. Fue éste, como más adulto, quien tomó la palabra para exponernos el plan que junto a Margarita, había diseñado:
―Seis somos mucha gente para ir en peregrinación de un lado a otro. Con la cantidad de público que hay por las calles, acabaremos por perdernos de vista. Lo mejor será que “nos despistemos” premeditadamente. Al fin y al cabo, únicamente voy a estar tres días aquí y tanto a Margarita como a mí nos apetece estar solos. ¿Qué os parece si quedamos en esta misma cafetería a las nueve, antes de regresar a casa? Ése será el momento de ponernos de acuerdo sobre qué decir a vuestras familias sobre dónde hemos estado. No está mal pensado, ¿verdad? ―preguntó, sabiéndose comprendido.
A todos nos pareció bien la idea, sobre todo a Daniel, que no acababa de entender la rigidez en los horarios y en las normas de mi casa.
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