PASAJES DE " LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (44)
CAPÍTULO III
La casa del abuelo
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Aparentaba
más edad que los sesenta años recién cumplidos el día de su onomástica, y eso
que, del atuendo se desprendía que se había arreglado para la ocasión, porque
tanto la saya como el pañuelo de cabeza, brillaban como el azabache, resaltando
sobre el color parduzco de las medias.
Nada más vernos, corrió a abrazar a mi padre,
hablando con voz ronca, entre gemidos y sollozos, con una cantinela que parecía
ensayada de antemano:
―¡Ay
Señorito! ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!, se nos marchó la Macrina ! ―repetía
entrecortándose―. ¡No semos nada, nada, nada…!
Mi
padre, en posición forzada, soportó por unos instantes el abrazo con cara de
circunstancias, hasta que encontró el momento propicio para traspasar, como si
fuera un fardo, el conjunto de huesos andante al regazo de mi madre, que con
dulzura la acogió, emocionada, sin que consiguiera acallarla.
―¡Qué
desgracia! ¡Qué desgracia! Ya sólo quedemos yo y el abuelo.
Con
tan triste recibimiento, no era de extrañar que Tata Lola, rompiera a llorar,
más por efecto contagio que por un gesto de solidaridad con su compañera de
profesión. Margarita, entre asustada y sobrecogida, no decía ni mu. Tinín, no
se separaba de las faldas de mi madre. A mí se me humedecieron los ojos, pero
no lo suficiente como para no darme cuenta de que Jeremías, firme y sereno,
seguía el desarrollo de los acontecimientos con la tranquilidad del que asiste
a una función ya vista de antemano.
Los
lloriqueos se interrumpieron bruscamente cuando Petra, de repente, dando un
respingo, se deshizo de los brazos de mi madre, sacó de la faltriquera un
pañuelo arrebujado, se sonó a placer las narices con ruido trompetero, y lo
pasó a continuación por los ojos, en un intento de secar las lágrimas.
―¿Y
del abuelo, Señorito? ―continuó diciendo―. ¿Qué me dice del abuelo, que se pasa
el día meando cuatro gotas a cada poco, como los perros? «Asín» comenzó
Alejandro, el de la Bernarda ,
y a los dos meses ya estaba «pa» Pimpanilla.
―¿Dónde
está Pimpanilla? ―preguntó Margarita, dirigiendo la pregunta a mi madre.
―Pimpanilla
es el paraje donde se encuentra el cementerio ―le aclaró, mi madre a media voz.
Petra,
volvió a la carga con sus lloros y lamentos, ahora abrazada a Lucía.
―¿Qué
es la vida? ―se preguntó, tragándose los mocos. Y sin esperar respuesta, ella
misma contestó―: Una porquería; sufrir para nacer, sufrir para morir y entre
medias, una guerra y a pasar hambre todo el tiempo, salvo algunos buenos
«cocidos» y dos bodas mal contadas.
―«Mecagüen»…
tal; tiene razón la Petra
―corroboró Mariano.
―Tú
cállate ―dijo Lucía―; ¡qué sabrás de sufrimientos! Si antes de padecer una
enfermedad, ya procuras vacunarte con aguardiente en la cantina.
―Dejémonos
de lloros ―terció mi padre― y ocupémonos de los vivos. ¿Se ha levantado el
abuelo?
―No sé ―dijo Petra―; el Señorito Tino ha pasado muy mala
noche y a lo mejor «entavía» está en la cama.
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Fotografía del Parque del
Cubo del Vino (Zamora)
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