PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y
MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (52)
CAPÍTULO VI
La ilusión
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No sería el único en sorprendernos, pues tía Gertru adelantó el horario
de la merienda para poder fisgar a gusto y tener algo de lo que comentar en
sucesivas tertulias. Podíamos haber tenido más sorpresas, pero mi madre,
escarmentada por la desafortunada actuación de Petra del día anterior, poniendo
por excusa su dolor en la rabadilla, le prohibió llevar peso para que pudiera
recuperarse de la ciática y, de esta manera, fuera tata Lola la encargada de
servirnos la bebida.
Mi hermano, que estaba deseoso de entrar en acción, empezó la sesión de
baile con un bolero. Al comienzo, nos emparejamos según la lógica. En un
ambiente tan romántico, no era de extrañar que Nacho sujetara a Margarita como
si temiera que fuera a escaparse. Goyita hacía lo propio con Daniel, bailando
de puntillas para equilibrar estaturas y arrimándose a él tanto como le
permitía su anatomía. Sin embargo, entre Cécile y yo dejábamos correr el aire,
porque así podíamos contemplarnos. Cada mirada era un motivo de embelesamiento.
Al cabo de un rato, supongo que a Daniel, se le acabaría la paciencia o las
fuerzas de mover tan pesada carga y sugirió un intercambio de parejas. A todos
nos pareció buena la idea porque comprendimos que la abnegación tiene también
sus límites. Bailé con mi hermana varios tangos, en los que además de enseñarme
algunos pasos, se pegó materialmente a mí para susurrarme al oído: “Así es como
tienes que bailar con Cécile, ¡pasmado!”. Más tarde, resultó inevitable el
emparejamiento con Goyita, que en esos momentos había aliviado su peso tras
perder varios litros de sudor que afloraban en cara, manos y en el amplio cerco
que difuminaba el estampado del vestido debajo de los sobacos. Como veía que el
baile continuaba y Nacho no deseaba remojarse en la sauna andante, propuse que
bailáramos sueltos a los compases de sevillanas, rumbas y la socorrida conga
que hizo temblar la tarima, hasta el punto de recibir una advertencia de los
vecinos del piso de abajo por medio de Domi. Este pretexto parecía perfecto
para saciar la curiosidad de nuestra portera. Sabíamos que nuestra fiesta
estaría en boca de todo el vecindario en menos de veinticuatro horas.
El receso obligado hizo que nos sentáramos a reponer fuerzas, sin que
pudiéramos evitar la compañía de tía Gertru y de mi madre, que en honor a la
verdad, se vio en la necesidad de acompañar a su parienta. Comprendimos que en
ese momento se había terminado la intimidad, el guateque y las pocas “medias
noches” que no había acaparado nuestra simpática Goyita.
―Este ejercicio del baile resulta muy apropiado para mantener la línea
―afirmó, tía Gertru, toda convencida.
―¿Qué línea? ―pregunté con descaro, viendo las redondeadas formas de su
vientre y de su pechera.
―Pues hijo, ¡la que tenemos! ―respondió―. Habrás de saber que todavía
estoy de buen ver. ¡Ay, si una quisiera! Pero muerto mi Cesáreo, para mí los
hombres ya no existen.
Escuchando las simplezas de tía Gertru, un tanto cansados y deseosos de
poder hablar de nuestras cosas, dimos por acabado el guateque y fuimos a
acompañar a nuestros amigos a su casa. El esperado beso de Cécile me compensó
el tener que ir con Goyita hasta su domicilio, en tanto Nacho y Margarita “se
perdían” entre la niebla que empezaba a caer.
―A las nueve y media estaremos en el portal―. Me aseguró Margarita,
tomando del brazo a Nacho.
―El año no ha podido empezar mejor―, dije a mi hermana una hora más
tarde, cuando subíamos en el ascensor, sin darme cuenta de que lloraba ante la
inminente marcha de Nacho.
―Será para ti, guapo, será para ti ―me respondió.
Evidentemente era mi mejor
empiece de año en toda mi vida, y aquella noche ni de lejos quise acordarme del
conocido dicho gitano: “No quiero ver a mis hijos con buenos principios”.
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