PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (52)
CAPÍTULO III
La casa del abuelo
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―La vida del hombre ―comenzó a
decir―, va de los veinte a como mucho los sesenta. Antes de los veinte, eres un
ser dependiente, un mero observador de la vida; no tienes barba ni dinero, en
condiciones. Apenas cumples los sesenta ya comienzan los achaques. Las
bronquitis son cada vez más frecuentes, la reuma te invade manos y pies a la
vez que vas perdiendo la afición por las mujeres. ¡Todo son calamidades! Si
comes mucho, la gota, y si no comes, la anemia. Cuando no
te duele el bazo, te duele el espinazo. El matasanos va siendo uno más de la
familia y en cada visita te va añadiendo una pastilla o un jarabe a la larga
lista de potingues que tienes que tomar, hasta convertirte en una botica
ambulante. Llegado ese momento, que es en el que actualmente me encuentro, lo
sensato es hablar con don Matías e irle encargando unas gregorianas.
Se emocionó tanto que tuvo
necesidad de alcanzar el vaso de agua con su temblona mano, para beber dando
sorbitos, como un jilguero en una charca.
A Tinín le hizo gracia la
peculiar forma de beber del abuelo, e inocentemente preguntó:
―Abuelo, ¿por qué bebes a
poquitos?
―Mira hijo: se orina como se
bebe. De joven me bebía un vaso de una vez y orinaba a chorro. Ahora según me
ves beber, así orino: a poquitos como dices tú.
A mi padre no le parecieron
bien las explicaciones tan explícitas del abuelo sobre las diferentes formas de
miccionar, y respetuosamente argumentó:
―Padre, no debería usted dar
tantos detalles. Tinín todavía es pequeño para comprender la fisiología humana.
―Puede que lo sea ―respondió el
abuelo―, pero los niños captan todo y el tiempo pasa tan rápido que, antes de
lo que te imaginas, este mocoso será don Constantino. Lo que tenga que saber de
la vida, que lo aprenda en casa, mejor que se lo enseñen de mala manera por
ahí.
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