domingo, 21 de abril de 2019


PASAJES DE “CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA” (56)
CAPÍTULO IX
La Ruptura
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A las diez de la mañana del día siguiente ya estaba mi padre zascandileando por la casa, preparando la siguiente visita turística con la que honrar a nuestros huéspedes y que en esta ocasión tendría como destino la cercana villa de Medina de Rioseco. Dudó entre comer en nuestra casa o hacerlo en Villanubla o en cualquier mesón que nos pillara de camino. Finalmente, se decidió por la primera opción, que le pareció la más apropiada para que tanto Tinín como Nerea, dada su corta edad y la más que probable tardía llegada, estuvieran más tiempo en familia. También en esta ocasión, no pareció oportuno que viajaran con nosotros, para no someterles a los rigores de una primavera excepcionalmente fría.

De cualquier forma, el horario paterno había que cumplirlo a rajatabla y, sin apenas tiempo para reposar la comida, mi padre puso en marcha la maquinaría que nos llevaría acto seguido a la Ciudad de los Almirantes, dando, como solía, razones convincentes:

―Resulta sorprendente ―dijo― que un pueblo que apenas cuenta con cinco mil habitantes, conserve tal cantidad de arte, y sus gentes sientan con inusitado fervor tamaña devoción por sus procesiones y de manera tan excepcional. La procesión del Mandato, en Medina de Rioseco, suele empezar hacia las ocho de la noche, pero no hay que perderse el toque agudo del Pardal, reuniendo a los gremios y su desfile, Rúa Mayor abajo, para cumplimentar a las autoridades en el Ayuntamiento. Después, cuando hayamos contemplado los prolegómenos con un buen bocadillo y café con leche calentito, resguardados en los soportales de la Rúa, nos deleitaremos viendo el paso de la procesión, que posee una valor plástico fuera de lo común ―afirmó mi padre, convencido de que los acontecimientos iban a discurrir al modo en que los tenía planificados.


Los taxis nos condujeron aquella tarde hasta nuestro destino, pero la angosta carretera, el lento fluir de los vehículos y el gentío congregado en la villa, hizo que no llegásemos a tiempo de vislumbrar la ceremonia de la Plaza Mayor.


Un cielo grisáceo, anunciador del frío que nos envolvió y nos hizo tiritar a todos, se hizo patente cuando los últimos rayos de la tarde abandonaron la esbelta torre de Santa María. Buscamos refugio en los soportales, junto a una carnicería en la que dos amenazantes ganchos, situados a ambos lados de la puerta, señalaban el lugar que en otro momento ocuparan los marranos sacrificados y abiertos en canal, para contemplación de futuros compradores, según la costumbre del lugar.


Con la picardía que proporciona la edad, Nacho hizo saber a sus padres que buscaríamos acomodo no lejos de ellos, pero en algún lugar desde el que las chicas pudieran tener buena visión del espectáculo, y una vez les convenció, se alejaron también de donde nos encontrábamos Arancha y yo. En estas circunstancias, mi acompañante no tuvo ninguna dificultad en exagerar el frío que le cercaba por fuera y el calor que le agobiaba por dentro. Mostrando una pericia impropia de su edad, introdujo sus manos en los bolsillos de mi pantalón, buscando calor, me dio friegas en la espalda para transmitirme confort, rodeó mi cuello con sus brazos, intentando que nuestros rostros se juntaran, y por último me susurró varias veces al oído que yo era la persona con la que soñaba desde el instante en que me conoció. 


Al principio no hice más que retirar la cara y reprimir sus excesos, esperando que, ante mi negativa, acabarían por amortiguarse y ceder, ¡pero en vano! Infatigable, ella redoblaba sus esfuerzos por atraerme cada vez que la rechazaba, de modo que cuando desfiló ante nuestros ojos “Jesús atado a la columna”, yo ya estaba sujeto por sus zalamerías. Imitando a la “Santa Verónica”, jugueteó con un pañuelo de seda sobre mi cara, para sorprenderme después con un beso. En “La Desnudez” me sentí totalmente falto de recursos para defenderme del aluvión de caricias que se me venían encima. Al “Cristo de la Pasión” y a “La Dolorosa” pedí perdón por mi falta de firmeza al dejarme arrastrar por la pasión encendida de Arancha. Los graves sonidos de los Tapetanes que acompañaban cada Paso, actualizaban mi infidelidad en un alma tan destemplada en aquellos momentos como el sonido producido por las baquetas al golpear la membrana del tambor, recubierta del grueso paño.
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Fotografía del autor. Iglesia de Santa María de Mediavilla. Medina de Rioseco (Valladolid)



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