jueves, 11 de abril de 2019



PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (56)

CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo


Los rayos de sol, filtrándose a través de la persiana, iluminaron tempranamente la habitación en la que habíamos dormido los dos hermanos, decorando la estancia con un rayado de distinta intensidad luminosa que alcanzaba nuestros pijamas. Sin poder evitarlo, me acordé con tristeza de los famélicos niños judíos que, con indumentaria similar a la que parecíamos tener nosotros, hacían cola ignorando su suerte en los campos de exterminio de Auschwitz, y me sentí muy afortunado al comprobar que el rayado se desprendía del pijama simplemente con moverme.
 Tinín permanecía sumido en un profundo sueño casi desde el momento en que se tumbó en la cama. No había mostrado temor al acostarse frente el colosal armario que ocupaba gran parte de la destartalada habitación, ni extrañó el hecho de dormir a más de tres metros del techo. Abrazaba la almohada con su gesto habitual, confiado en mi compañía. A mí, sin embargo, me costó trabajo conciliar el sueño: extrañé la cama, los inesperados crujidos de la madera; sentí, de vez en cuando, ruido de pasos acompañados del consiguiente abrir y cerrar de puertas y de las inevitables toses, que se percibían con tanta claridad como en los entreactos de un concierto. Para colmo de males, a media noche, algún desinhibido labrador rasgó el silencio con su recio vozarrón, intentando conducir a los bueyes camino de las tierras, donde esperaban los haces de mies para su acarreo, y por si fuera poco, del corral de Rosario, la Peineta, me llegaron antes del amanecer los cánticos destemplados de los gallos. Así, me sorprendió la alborada, hambriento y somnoliento. Ante la urgencia de ambas necesidades, opté por engañar al hambre mientras pudiera, permaneciendo acurrucado entre las sábanas, semidormido, haciendo tiempo hasta que el estómago me indicara que había llegado la hora de su ración, hecho que no tardó en producirse, por lo que, calzándome las zapatillas, me levanté sigilosamente para no despertar a Tinín, deteniéndome coquetamente ante el espejo del cuerpo central del armario. En el corto diálogo visual, el descomunal espejo fue mi aliado porque al mirarme en él sólo percibí la silueta de un muchacho delgaducho y despeinado, sin que se pudiese apreciar en mi difuminada cara vestigios de la mala noche pasada.
Cuando bajé a desayunar, hacía tiempo que Petra se había hecho con el control de la cocina, preocupándose de paso en recordar a tata Lola dónde se encontraban los utensilios y las viandas, para que la intendencia funcionara a la perfección, y ella misma había dispuesto, como en un hostal, las tazas, los platos, las servilletas y la mantequilla sobre la consistente mesa rectangular de la cocina, que servía el resto del año, en ausencia de invitados, de mesa de comedor.
 Aunque en un primer momento, Petra me había impresionado con su tétrico aspecto, esta mujer ocultaba bajo su rudo aspecto, un corazón noble y una actitud de servicio como la que sólo pueden tener aquellas personas que desde su nacimiento vienen a este mundo a estar a las órdenes de otros. En este caso, Petra estaba orgullosa de servir a mi abuelo, «su señorito», y tenía a gala tanto los muchos años de servicio como que su propia madre hubiera quitado los pañales al ahora su jefe, objeto de sus actuales desvelos.
Nada más verme, corrió a ofrecerme un gran vaso de leche y unas magdalenas, diciéndome cariñosamente:
―Come rapaz, que entavía tienes mucho que crecer.
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Fotografía de Juli Garrido Velasco



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