PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (56)
CAPÍTULO IV
Conociendo el pueblo

Tinín permanecía sumido en un profundo sueño
casi desde el momento en que se tumbó en la cama. No había mostrado temor al acostarse frente
el colosal armario que ocupaba gran parte de la destartalada habitación, ni
extrañó el hecho de dormir a más de tres metros del techo. Abrazaba la almohada
con su gesto habitual, confiado en mi compañía. A mí, sin embargo, me costó
trabajo conciliar el sueño: extrañé la cama, los inesperados crujidos de la
madera; sentí, de vez en cuando, ruido de pasos acompañados del consiguiente
abrir y cerrar de puertas y de las inevitables toses, que se percibían con
tanta claridad como en los entreactos de un concierto. Para colmo de males, a
media noche, algún desinhibido labrador rasgó el silencio con su recio
vozarrón, intentando conducir a los bueyes camino de las tierras, donde
esperaban los haces de mies para su acarreo, y por si fuera poco, del corral de
Rosario, la Peineta ,
me llegaron antes del amanecer los cánticos destemplados de los gallos. Así, me
sorprendió la alborada, hambriento y somnoliento. Ante la urgencia de ambas
necesidades, opté por engañar al hambre mientras pudiera, permaneciendo
acurrucado entre las sábanas, semidormido, haciendo tiempo hasta que el
estómago me indicara que había llegado la hora de su ración, hecho que no tardó
en producirse, por lo que, calzándome las zapatillas, me levanté sigilosamente
para no despertar a Tinín, deteniéndome coquetamente ante el espejo del cuerpo
central del armario. En el corto diálogo visual, el descomunal espejo fue mi
aliado porque al mirarme en él sólo percibí la silueta de un muchacho
delgaducho y despeinado, sin que se pudiese apreciar en mi difuminada cara
vestigios de la mala noche pasada.
Cuando bajé a desayunar, hacía
tiempo que Petra se había hecho con el control de la cocina, preocupándose de
paso en recordar a tata Lola dónde se encontraban los utensilios y las viandas,
para que la intendencia funcionara a la perfección, y ella misma había
dispuesto, como en un hostal, las tazas, los platos, las servilletas y la
mantequilla sobre la consistente mesa rectangular de la cocina, que servía el
resto del año, en ausencia de invitados, de mesa de comedor.
Aunque en un primer momento, Petra me había
impresionado con su tétrico aspecto, esta mujer ocultaba bajo su rudo aspecto,
un corazón noble y una actitud de servicio como la que sólo pueden tener
aquellas personas que desde su nacimiento vienen a este mundo a estar a las
órdenes de otros. En este caso, Petra estaba orgullosa de servir a mi abuelo,
«su señorito», y tenía a gala tanto los muchos años de servicio como que su
propia madre hubiera quitado los pañales al ahora su jefe, objeto de sus
actuales desvelos.
Nada más verme, corrió a
ofrecerme un gran vaso de leche y unas magdalenas, diciéndome cariñosamente:
―Come rapaz, que entavía tienes
mucho que crecer.
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Fotografía de Juli Garrido
Velasco
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