jueves, 6 de junio de 2019

PASAJES DE "CÉCILE.AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN            JOVEN POETA" (57)

CAPÍTULO IX
La Ruptura
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Antes de que la banda de música que cerraba el cortejo acabara de pasar ante nosotros, Arancha recompuso su figura, pues entre el gentío vio aproximarse a nuestros padres, que nos buscaban para iniciar el regreso. Algún incidente debía haber pasado entre ellos, porque doña Camino, adelantándose al resto, asió a su hija por el brazo y la conminó desabridamente:
―¡Vamos! ¡Regresemos! Aquí no se nos ha perdido nada.
Como jamás había observado tal actitud en las educadas maneras del proceder de doña Camino, supuse que algo muy serio tenía que haber ocurrido entre nuestros mayores. La misma pregunta se hacían Nacho y Margarita en el viaje de vuelta. La incertidumbre se manifestaba en silencios prolongados, creando una atmósfera tan fría dentro del vehículo como la que, desde el exterior, empañaba los cristales del taxi. La tensión se acrecentó a la llegada de los coches al hotel que ocupaban nuestros invitados. Sin apearse y con un escueto: “¡Hasta la vista!” y “¡Tengan los señores un feliz regreso!”, mi padre se despidió de la que, hasta ese momento, ostentaba el privilegio de ser la familia con más posibilidades de emparentar con nosotros.
El verdadero drama tuvo lugar apenas rebasamos la puerta de entrada a casa. Margarita, llorando, intentaba buscar una explicación a lo sucedido y se dirigía a mi padre accionando nerviosamente su delicada anatomía.
―Pero, ¿qué ha pasado? ¿Tan grave ha sido el problema para que nos hayamos despedido de esta manera? ―se preguntaba, a punto de volverse loca―. ¿Cuándo volveré a ver a Nacho? ―repetía sin consuelo.
Mi madre, sentada en un sillón del comedor, sollozaba sin pronunciar palabra, secándose las lágrimas con el pañuelo, en tanto que las tatas, recién levantadas de la cama, esta vez ataviadas con camisón y bata, asistían como inamovibles columnas al desarrollo de los acontecimientos.
Fue mi padre, quien dirigiéndose a Margarita, quiso despejar sus dudas, hablándole con la rotundidad que acostumbraba, convencido, como siempre, de que sus palabras contenían la Ley Eterna que salvaba a su familia de los peligros que la acechaban.
―¡Cuántas gracias hemos de dar a Dios que nos ha dado la oportunidad de conocer a tiempo la clase de personas con las que pensábamos emparentar! ―dijo de pie, con el rostro encendido, antes de abandonarse sobre el sillón contiguo al que ocupaba mi madre―. Ya sospechaba algo, cuando en todo este tiempo no osaban contradecirme en ninguno de mis comentarios, se me adelantaban para pagar todas y cada una de las consumiciones que hemos hecho y, sobre todo, al escuchar el concluyente comentario de don Ignacio sobre la situación por la que atraviesa el sector del mueble en las vascongadas y las pocas ventas que últimamente efectuaba. Todos esos malos presagios se han confirmado cuando esta tarde, el capitalista venido a menos, ha tenido la desfachatez de pedirme un millón de pesetas. Repito: ¡un millón de pesetas! para salvar a su fábrica de la quiebra que se le avecina. ¿Qué se habrá creído ese señor? ¿Que soy el rey Midas? ¿No sabe que he amasado mi patrimonio como un humilde trabajador, esforzándome día tras día en mi despacho para lograr con esfuerzo y con sudor el sustento para mis hijos? ―Hizo una breve pausa, que le sirvió para tomar impulso, y continuó diciendo―: Pero lo que más me ha molestado ha sido el engaño. Nos han hecho creer que eran unos adinerados fabricantes, cuando en realidad rozaban la indigencia. Dime, Margarita: ¿qué porvenir te esperaba junto a quien no tiene posibles, no digo para mantener una familia, sino incluso para poder mantenerse a sí mismo?
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Fotografía del autor



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