CAPÍTULO IX
La Ruptura
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Antes de que la banda de música que cerraba el cortejo acabara de pasar ante nosotros, Arancha recompuso su figura, pues entre el gentío vio aproximarse a nuestros padres, que nos buscaban para iniciar el regreso. Algún incidente debía haber pasado entre ellos, porque doña Camino, adelantándose al resto, asió a su hija por el brazo y la conminó desabridamente:
―¡Vamos!
¡Regresemos! Aquí no se nos ha perdido nada.
Como
jamás había observado tal actitud en las educadas maneras del proceder de doña
Camino, supuse que algo muy serio tenía que haber ocurrido entre nuestros
mayores. La misma pregunta se hacían Nacho y Margarita en el viaje de vuelta.
La incertidumbre se manifestaba en silencios prolongados, creando una atmósfera
tan fría dentro del vehículo como la que, desde el exterior, empañaba los
cristales del taxi. La tensión se acrecentó a la llegada de los coches al hotel
que ocupaban nuestros invitados. Sin apearse y con un escueto: “¡Hasta la
vista!” y “¡Tengan los señores un feliz regreso!”, mi padre se despidió de la
que, hasta ese momento, ostentaba el privilegio de ser la familia con más
posibilidades de emparentar con nosotros.
El
verdadero drama tuvo lugar apenas rebasamos la puerta de entrada a casa.
Margarita, llorando, intentaba buscar una explicación a lo sucedido y se
dirigía a mi padre accionando nerviosamente su delicada anatomía.
―Pero,
¿qué ha pasado? ¿Tan grave ha sido el problema para que nos hayamos despedido
de esta manera? ―se preguntaba, a punto de volverse loca―. ¿Cuándo volveré a
ver a Nacho? ―repetía sin consuelo.
Mi
madre, sentada en un sillón del comedor, sollozaba sin pronunciar palabra,
secándose las lágrimas con el pañuelo, en tanto que las tatas, recién
levantadas de la cama, esta vez ataviadas con camisón y bata, asistían como
inamovibles columnas al desarrollo de los acontecimientos.
Fue
mi padre, quien dirigiéndose a Margarita, quiso despejar sus dudas, hablándole
con la rotundidad que acostumbraba, convencido, como siempre, de que sus
palabras contenían la Ley Eterna que salvaba a su familia de los peligros que
la acechaban.
―¡Cuántas
gracias hemos de dar a Dios que nos ha dado la oportunidad de conocer a tiempo
la clase de personas con las que pensábamos emparentar! ―dijo de pie, con el
rostro encendido, antes de abandonarse sobre el sillón contiguo al que ocupaba
mi madre―. Ya sospechaba algo, cuando en todo este tiempo no osaban contradecirme
en ninguno de mis comentarios, se me adelantaban para pagar todas y cada una de
las consumiciones que hemos hecho y, sobre todo, al escuchar el concluyente
comentario de don Ignacio sobre la situación por la que atraviesa el sector del
mueble en las vascongadas y las pocas ventas que últimamente efectuaba. Todos
esos malos presagios se han confirmado cuando esta tarde, el capitalista venido
a menos, ha tenido la desfachatez de pedirme un millón de pesetas. Repito: ¡un
millón de pesetas! para salvar a su fábrica de la quiebra que se le avecina.
¿Qué se habrá creído ese señor? ¿Que soy el rey Midas? ¿No sabe que he amasado
mi patrimonio como un humilde trabajador, esforzándome día tras día en mi
despacho para lograr con esfuerzo y con sudor el sustento para mis hijos? ―Hizo
una breve pausa, que le sirvió para tomar impulso, y continuó diciendo―: Pero
lo que más me ha molestado ha sido el engaño. Nos han hecho creer que eran unos
adinerados fabricantes, cuando en realidad rozaban la indigencia. Dime, Margarita:
¿qué porvenir te esperaba junto a quien no tiene posibles, no digo para
mantener una familia, sino incluso para poder mantenerse a sí mismo?
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Fotografía del autor
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