jueves, 20 de febrero de 2020


DOÑA  MARCELA

Al acostarse, tenía por costumbre no cerrar por completo la persiana de su dormitorio. Así se dormía más tranquila, acompañada por la iluminación exterior que la hacía despertarse al alba, cuando las primeras luces de la mañana acariciaban su ventana. Sabía que disponía de al menos dos horas en invierno y más de cuatro en verano, para repasar sus recuerdos antes de que viniera Josefina, una cincuentona bonachona y sinsustancia, que le ayudaba en su aseo personal y en las tareas del hogar.
Este tiempo lo dedicaba a realizar sus primeras oraciones, a levantarse para aliviar la vejiga, acostándose de nuevo, convencida de haber obrado en recta conciencia, al conceder a Dios la primacía de sus actos matutinos antes de otorgar a su envejecido cuerpo la facultad de liberarse de una acuciante necesidad. Acurrucada en un extremo de la cama, con la vista inundada de luz y con el organismo en placidez extrema, rezaba por sus padres, por su hermana Jacinta fallecida en plena juventud y por toda una larga lista de parientes difuntos, necesitados, según su entender, de su intercesión para alcanzar la Gloria divina; Gloria de la que ya gozarían, con toda seguridad, sus progenitores y su propia hermana.
Pero para Simón, su marido, ni siquiera un Padrenuestro. Bastante hacía con depositar por los Santos sobre la marmórea lápida, un ramillete de flores que Josefina le ayudaba a afanar de otras tumbas de óbitos recientes y, eso, para que en el pueblo no dijeran que aún estaba resentida con el que fuera su suplicio durante veinticinco años menos tres meses. "¡Menos mal que no llegamos a celebrar las bodas de plata! ¡Hubiera sido un escarnio!—pensaba doña Marcela—. ¡Qué suerte tienen ahora las que se pueden divorciar! En aquellos tiempos te tenías que amolar con lo que te tocaba y a mi difunto le daba por tocar todo lo que llevara faldas con tal de que no fueran las mías—seguía repasando mentalmente la mujer—. Cuando le pillé en el pajar con la alguacila, le puse de patitas en la calle, pero a los dos días ya le tenía a la puerta de casa haciéndose el pobrecillo, pidiendo perdón y diciéndome zalamerías y como estaba enamorada, la tonta de mí le dejaba entrar y vuelta a empezar..."
Para cuando el reloj del ayuntamiento daba las nueve, cesaba en la revisión de todas las perrerías y desprecios que su marido le había infringido en vida y se situaba frente al mueble situado enfrente de la cama matrimonial. No importaba que el cuarto de baño dispusiera de agua corriente y ducha de plato; eso lo dejaba para más tarde, cuando Josefina le ayudara a enjabonar su espalda. Ella, siguiendo con una ancestral costumbre, vertía el agua fría de la jofaina en la pila del palanganero, para acto seguido lavarse primero la cara para conservarla tersa, y, a continuación la entrepierna, para que su frescura le recordara cuando, de joven, amortiguaba de esta manera la calentura de sus ocultas pasiones.
Después del aseo y del desayuno, se vestía con traje negro y velo de blonda y rezaba un par de rosarios haciendo tiempo para la Misa de doce, en donde, piadosamente, rogaba por todos los vivos y difuntos, exceptuando a Simón, su difunto marido. Si bien era cierto, que a raíz de la última confesión en la que don Víctor le recriminó su actitud inmisericorde, depositaba unas monedas en el cepillo de San Judas Tadeo, abogado de las causas perdidas, por si podía hacer algo por el alma del que la había estado engañando durante el matrimonio.
Tras la comida y la consabida cabezada, se sentaba cerca de la ventana y seguía dándole vueltas a cómo habiéndola requebrado el farmacéutico, fue a dar con Simón, el mozo más apuesto y sinvergüenza del pueblo y se decía: "Yo sí que no tengo perdón de Dios".
La noche la sorprendía meditando sobre el día en que le visitaría la muerte, acontecimiento que, a sus noventa años, sospechaba no tardaría en llegar  y sí Josefina invertiría su legado en la gran cantidad de Misas Gregorianas encargadas para el bien de su alma y sobre todo, si cumpliría su voluntad de ser enterrada en el panteón recientemente adquirido en el otro extremo del cementerio en el que descansaba su marido.

Fotografía de Teresa Soto.



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