DOÑA MARCELA

Este tiempo lo dedicaba a realizar sus primeras
oraciones, a levantarse para aliviar la vejiga, acostándose de nuevo,
convencida de haber obrado en recta conciencia, al conceder a Dios la primacía
de sus actos matutinos antes de otorgar a su envejecido cuerpo la facultad de
liberarse de una acuciante necesidad. Acurrucada en un extremo de la cama, con
la vista inundada de luz y con el organismo en placidez extrema, rezaba por sus
padres, por su hermana Jacinta fallecida en plena juventud y por toda una larga
lista de parientes difuntos, necesitados, según su entender, de su intercesión
para alcanzar la Gloria divina; Gloria de la que ya gozarían, con toda
seguridad, sus progenitores y su propia hermana.
Pero para Simón, su marido, ni siquiera un Padrenuestro.
Bastante hacía con depositar por los Santos sobre la marmórea lápida, un ramillete
de flores que Josefina le ayudaba a afanar de otras tumbas de óbitos recientes
y, eso, para que en el pueblo no dijeran que aún estaba resentida con el que
fuera su suplicio durante veinticinco años menos tres meses. "¡Menos mal
que no llegamos a celebrar las bodas de plata! ¡Hubiera sido un
escarnio!—pensaba doña Marcela—. ¡Qué suerte tienen ahora las que se pueden divorciar!
En aquellos tiempos te tenías que amolar con lo que te tocaba y a mi difunto le
daba por tocar todo lo que llevara faldas con tal de que no fueran las
mías—seguía repasando mentalmente la mujer—. Cuando le pillé en el pajar con la
alguacila, le puse de patitas en la calle, pero a los dos días ya le tenía a la
puerta de casa haciéndose el pobrecillo, pidiendo perdón y diciéndome
zalamerías y como estaba enamorada, la tonta de mí le dejaba entrar y vuelta a
empezar..."
Para cuando el reloj del ayuntamiento daba las
nueve, cesaba en la revisión de todas las perrerías y desprecios que su marido
le había infringido en vida y se situaba frente al mueble situado enfrente de
la cama matrimonial. No importaba que el cuarto de baño dispusiera de agua
corriente y ducha de plato; eso lo dejaba para más tarde, cuando Josefina le
ayudara a enjabonar su espalda. Ella, siguiendo con una ancestral costumbre,
vertía el agua fría de la jofaina en la pila del palanganero, para acto seguido
lavarse primero la cara para conservarla tersa, y, a continuación la
entrepierna, para que su frescura le recordara cuando, de joven, amortiguaba de
esta manera la calentura de sus ocultas pasiones.
Después del aseo y del desayuno, se vestía con traje
negro y velo de blonda y rezaba un par de rosarios haciendo tiempo para la Misa
de doce, en donde, piadosamente, rogaba por todos los vivos y difuntos, exceptuando
a Simón, su difunto marido. Si bien era cierto, que a raíz de la última
confesión en la que don Víctor le recriminó su actitud inmisericorde, depositaba
unas monedas en el cepillo de San Judas Tadeo, abogado de las causas perdidas, por
si podía hacer algo por el alma del que la había estado engañando durante el
matrimonio.
Tras la comida y la consabida cabezada, se sentaba
cerca de la ventana y seguía dándole vueltas a cómo habiéndola requebrado el
farmacéutico, fue a dar con Simón, el mozo más apuesto y sinvergüenza del
pueblo y se decía: "Yo sí que no tengo perdón de Dios".
La noche la sorprendía meditando sobre el día en que
le visitaría la muerte, acontecimiento que, a sus noventa años, sospechaba no
tardaría en llegar y sí Josefina
invertiría su legado en la gran cantidad de Misas Gregorianas encargadas para
el bien de su alma y sobre todo, si cumpliría su voluntad de ser enterrada en
el panteón recientemente adquirido en el otro extremo del cementerio en el que
descansaba su marido.
Fotografía de Teresa Soto.
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