PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (65)
CAPÍTULO
IV
Conociendo
el pueblo
A continuación, asiendo
fuertemente la cuchara, con cuatro dedos curvados sobre el mango y el pulgar extendido,
muy cerca de la concavidad, madre e hijo se abalanzaron sobre la olla. Comían con hambre fiera. Por instinto, soplaban débilmente el arroz, en un vano intento de enfriarlo y acto seguido lo engullían, sin
afectarles la temperatura del alimento. Exhalando vapor, repetían la operación
de abastecimiento una vez tras otra, apalancando con la cuchara para aprovechar
el envite, sin concederse un respiro, como si ambos estuvieran haciendo acopio
de energía para el resto de la semana. Transcurrieron unos minutos hasta que mi
tía se dio cuenta de que yo todavía estaba con la primera cucharada.
―¿Qué te pasa? ¿Es que no te
gusta?
―Sí, tía ―dije mintiendo―; es
que está muy caliente. ―Y continué soplando.
Cuando no me fue posible continuar con el
embuste, cerré los ojos y abrí la boca. Los primeros granos de arroz
atravesaron con dificultad mi garganta, totalmente paralizada como consecuencia
de lo que había visto y olido, pero no llegaron al estómago, porque unas
oportunas náuseas, me hicieron arrojar lo poquito que retenía en el esófago.
―¿Te has atragantado? ―preguntó
mi primo.
―Bebe un poco de agua y
espabílate si no quieres quedarte sin comer ―subrayó mi tía.
―Me parece que no voy a comer
más. He debido coger mucho sol en la tapia del Manga Corta ―dije, mintiendo
como un bellaco― y prefiero no forzar el estómago hasta que se me pase el
sofoco.
―¡Lo que te estás perdiendo!
―farfulló Jeremías, lanzando una perdigonada de arroz al hablar.
Recostado en el banco, observé
que lo que me había perdido se lo estaban comiendo las moscas, que
prudentemente esperaban a que mis parientes sacaran la cuchara de la olla para
penetrar ellas.
Un empujón en la puerta y unos
pasos vacilantes anunciaron la llegada de mi tío, que fiel a su costumbre,
saludó con la consabida introducción:
―¡Mecagüen… el Sol y sus
planetas! ¡Qué chicharrera hace! A mí el calor me va
a matar un día de estos.
―A ti lo que te mata es el
calor que te da el vino o lo que hayas bebido ―contestó Lucía, sin parar de
comer.
―¡Mecagüen… la revolución rusa!
El día que no me afees haber bebido, o no estás en casa, o te has muerto, o
mejor las dos cosas ―contestó mi tío, elevando la voz.
―¡Animal! ¡Más que animal!
¡Siempre faltando! No tendré en cuenta lo que me has dicho, porque según estás,
no sabes lo que dices ―replicó mi tía, alterándose. Luego, retirándose de la
mesa, le dijo―: Siéntate, coge mi cuchara y apáñate unos granos de arroz a ver
si te van empapando el alcohol. Calamidad, que eres una calamidad.
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Fotograma de la película
"Amanece que no es poco" Homenaje a José Luis Cuerda.
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