PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN
POETA" (65)
CAPÍTULO X
La Ambición
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A medida que discurrían los días, sus explicaciones hicieron que, a la
par que aumentaban mis conocimientos sintácticos, mis fallos disminuyeran de
calibre. Quizás fuera ése el motivo por el que, a partir de entonces, don
Julián dedicara menos tiempo a repetir ejemplos gramaticales y más a hablar de
lo que constituía su mundo actual y pasado; un mundo, que siendo real, parecía
extraído del mejor libro de aventuras, en el que yo me sumergía cada vez que me
relataba, con todo lujo de detalles, pasajes de su existencia pasada, con
referencias constantes al amor y a la poesía, que para él venían a ser casi la
misma cosa. En estas conversaciones, me sentía atrapado por la locuacidad de mi
interlocutor y, escuchándole, creía estar leyendo en las páginas de ese libro
de aventuras, el mensaje que en aquel preciso instante colmaba mis
aspiraciones: entender y comprender los secretos de la vida, expresados
literariamente, cuando no, enaltecidos bajo mil formas poéticas. En la forma de
contarme sus anhelos, preferencias y, en definitiva, su modo de encarar la vida
y aconsejarme, guardaba un cierto parecido con Madame Stéphanie. Como si se
hubiera puesto de acuerdo con ella, mencionaba a santo Tomás de Aquino cuando
aumentaba progresivamente la dificultad de los ejercicios sintácticos,
repitiéndome: “A lo complicado debes llegar a través de lo sencillo”. También
era curioso cómo, al igual que aquella, cuando me relataba acontecimientos
pretéritos, los narraba con tanto apasionamiento que parecía estar viviéndolos
de nuevo. Sin proponérselo, este hecho denunciaba mi apatía anterior,
haciéndome consciente de que tenía que vivir con gran intensidad cada instante
de mi actual juventud. Pensaba que cuando fuera mayor, yo también tendría que
transmitir mis experiencias actuales a las generaciones futuras con igual
claridad, aunque no necesariamente estuviera de acuerdo con el mensaje sesgado
que, tanto madame Stéphanie” como don Julián, e incluso mi padre, dejaban
entrever de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”; en ese punto, creía que a
mí no me habría de suceder lo mismo.
Un buen día, me preguntó sorpresivamente:
―Estás enamorado, ¿verdad?
Y antes de que yo pudiera responderle, se anticipó diciéndome:
―Sé que tu contestación va a ser afirmativa, porque no se concibe un
poeta que no esté enamorado, aunque el objeto de su amor no sea necesariamente
una mujer. La poesía, la auténtica poesía, sólo puede brotar de un espíritu
enamorado.
Yo le relaté mis sentimientos hacia Cécile, e incluso le mencioné mis
episodios con Arancha, de la que había conseguido librarme gracias a la
casualidad, y no porque hubiera tenido el coraje de mandarla a freír
espárragos.
―A mí me ocurrió un hecho parecido cuando estudiaba en Madrid, en la
Facultad de Filosofía y Letras ―me comentó pausadamente, tras reavivar el fuego
que consumía su puro―. Por aquel entonces yo ya tenía echado el ojo a una
compañera, que me atraía por su discreta manera de comportarse, y porque en
alguna ocasión, cuando me sorprendía mirándola, ella bajaba la vista para luego
volverme a mirar de nuevo. Ya te anticipo que esa mujer era Rosario, mi esposa,
a la que un día de estos te presentaré, pues es tan tímida que cuando doy
clase, ella se retira a su habitación a leer, que es su afición preferida. Pues
bien ―dijo, exhalando una bocanada de humeantes vapores―, todos los días, por
los pasillos de la Facultad, entre clase y clase, una jovencita se colocaba a mi
lado haciéndose la encontradiza y me daba palique. No era fea ni tenía mala
presencia, pero me molestaba sobremanera su compañía, porque no deseaba en modo
alguno que mi amor platónico creyera que estaba comprometido. No sabiendo qué
hacer para que no me acompañara más, aproveché que en su intrascendente
conversación se interesara por la rama de Filosofía que yo estudiaba, para
devolverle la pregunta con muy mala intención. Y tú ―le dije― ¿de qué rama
estás colgada? Comprendo que la pregunta fue una grosería por mi parte, pero
sirvió para deshacerme de tan pegajosa compañía. Me dolió lo que hice, pero me
sentí liberado. En ocasiones hay que tomar decisiones no apetecibles: “El bien
supremo del amor no puede estar cuestionado” ―enfatizó.
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