PARÍS. OH, LÀ LÀ! (4)
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Durante días estuve dando vueltas en mi cabeza a la
sugerencia que me hiciera don Julián, sopesando si lo que más me convenía en
esos momentos era quedarme en mi ciudad asimilando mi oculto fracaso, o tentar
la suerte y regresar de Francia con alguna distinción que pusiera fin a los
interrogantes que había despertado mi paso por Madrid. Tras considerar pros y
contras, pensé que lo mejor sería darme un tiempo y dejar mi decisión para
cuando hubieran pasado las navidades.
A principios de enero, mi hermano Tino sugirió a mis
padres la necesidad de trasladarse a Madrid para contar con la ayuda de un
preparador que le echase una mano en la complicada tarea de preparar las
oposiciones a Notaría. Su insinuación fue atendida de inmediato, ya que mi
padre tenía sobrados motivos para pensar que, dado el interés y la constancia
demostrada por su hijo predilecto en los estudios, se había hecho acreedor del
consiguiente esfuerzo económico que le proporcionaría, más pronto que tarde, la
inmensa satisfacción de que su despacho pasaría un día a manos de su vástago y,
sobre todo, que el apellido González- Hontañera perduraría en la ciudad al
menos una generación más.
"Nos quedaremos solos"—dijo entre sollozos
mi madre al conocer la noticia—. "Tendremos que ajustar el presupuesto de
la boda" —corroboró mi padre—, que ya calculaba cómo incrementar los
honorarios para poder atender ambas necesidades de manera acorde con el rango
social que creía pertenecerle.
Mal momento, pensé, para solicitar una paguita con
la que hacer frente a los primeros gastos de mi estancia en París, de manera
que, como modo de acumular méritos, pasaba cada día varias horas en mi
remodelada habitación, esperando que llegaran las musas y, más que nada, que no
me pudieran tachar de vago.
Las musas se hicieron esperar, no así, otra musa
boliviana que con el pretexto de arreglar el cuarto, penetraba curiosa en el
despacho para ver lo que hacía. Casualmente, esto ocurría a media mañana cuando
mi madre y Margarita habían salido de compras y tata Lola aprovechaba para
dormitar tras haber acompañado el almuerzo con el refuerzo de una copita de
orujo.
La voz de la muchacha era toda musicalidad y
contenía registros repletos de sugerente sensualidad.
—Suma urukiya,
señorito.
—¿Qué quieres decirme, Gabriela?
—Le deseo buenos días en aimara. Tanto de aimara
como de quechua conozco algunas palabras y las pronuncio para que no me olvide
mi tierra.
—Estupendo, Gabriela. Será una bonita forma de que
logre aprender algunos saludos en esas lenguas.
La primera vez que limpió la habitación me causó una
agradable sensación que traté de disimular como si no notara su presencia. Pero
al mirarla de reojo y comprobar la estilizada figura de la joven y sus
cadenciosos desplazamientos, sentía que el pulso se me aceleraba en tanto ella
tatareaba canciones de su tierra, acompasando el ritmo con suaves movimientos
de caderas.
En días posteriores, Gabriela, fue un poco más
atrevida e incluso, entre sonrisas, se acercó hasta donde, sentado, me
encontraba escribiendo.
—¿Quiere, señorito,
que le escriba un saludo en quechua que significa, "¿qué tal
está?"
Sin darme tiempo a que pudiera opinar, tomó un bolígrafo escribiendo sobre mi libreta, Allillanchu. A continuación añadió otra palabra Allillanmi.
—Esa es la contestación a Allillanchu. Si usted responde allillanmi,
entenderé que se encuentra bien.
Al notar mi extrañeza ante su desenvuelta actitud, Gabriela cambió de expresión y su risueño rostro se transformó en otro más compungido, en apariencia, del que brotaron un sinfín de añoranzas y lamentos.
—¡Ay, señorito! ¡No sabe cuánto añoro mi Cochabamba!
Extraño sus gentes, el verdor incomparable de la tierra y en un país tan
alejado del mío, me encuentro a falta de cariño—dijo, acercándose a la silla
que ocupaba y poniendo una mano sobre mi nuca, mientras que con la otra tapaba
su rostro, seguramente lloroso—. En un acto reflejo, mi brazo rodeó su cintura
y comprobé la blandura de sus pechos sobre mi rostro. Fueron tan solo unos
segundos de sollozos antes de abandonar mi despacho, instantes que bastaron
para dejarme extrañamente sorprendido, mientras
mi corazón latía desbocado.
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