domingo, 19 de julio de 2020


PARÍS. OH, LÀ LÀ! (4)

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Durante días estuve dando vueltas en mi cabeza a la sugerencia que me hiciera don Julián, sopesando si lo que más me convenía en esos momentos era quedarme en mi ciudad asimilando mi oculto fracaso, o tentar la suerte y regresar de Francia con alguna distinción que pusiera fin a los interrogantes que había despertado mi paso por Madrid. Tras considerar pros y contras, pensé que lo mejor sería darme un tiempo y dejar mi decisión para cuando hubieran pasado las navidades.  

A principios de enero, mi hermano Tino sugirió a mis padres la necesidad de trasladarse a Madrid para contar con la ayuda de un preparador que le echase una mano en la complicada tarea de preparar las oposiciones a Notaría. Su insinuación fue atendida de inmediato, ya que mi padre tenía sobrados motivos para pensar que, dado el interés y la constancia demostrada por su hijo predilecto en los estudios, se había hecho acreedor del consiguiente esfuerzo económico que le proporcionaría, más pronto que tarde, la inmensa satisfacción de que su despacho pasaría un día a manos de su vástago y, sobre todo, que el apellido González- Hontañera perduraría en la ciudad al menos una generación más.

"Nos quedaremos solos"—dijo entre sollozos mi madre al conocer la noticia—. "Tendremos que ajustar el presupuesto de la boda" —corroboró mi padre—, que ya calculaba cómo incrementar los honorarios para poder atender ambas necesidades de manera acorde con el rango social que creía pertenecerle.

Mal momento, pensé, para solicitar una paguita con la que hacer frente a los primeros gastos de mi estancia en París, de manera que, como modo de acumular méritos, pasaba cada día varias horas en mi remodelada habitación, esperando que llegaran las musas y, más que nada, que no me pudieran tachar de vago.

Las musas se hicieron esperar, no así, otra musa boliviana que con el pretexto de arreglar el cuarto, penetraba curiosa en el despacho para ver lo que hacía. Casualmente, esto ocurría a media mañana cuando mi madre y Margarita habían salido de compras y tata Lola aprovechaba para dormitar tras haber acompañado el almuerzo con el refuerzo de una copita de orujo.

La voz de la muchacha era toda musicalidad y contenía registros repletos de sugerente sensualidad.   

Suma urukiya, señorito.

—¿Qué quieres decirme, Gabriela?

—Le deseo buenos días en aimara. Tanto de aimara como de quechua conozco algunas palabras y las pronuncio para que no me olvide mi tierra.

—Estupendo, Gabriela. Será una bonita forma de que logre aprender algunos saludos en esas lenguas.

La primera vez que limpió la habitación me causó una agradable sensación que traté de disimular como si no notara su presencia. Pero al mirarla de reojo y comprobar la estilizada figura de la joven y sus cadenciosos desplazamientos, sentía que el pulso se me aceleraba en tanto ella tatareaba canciones de su tierra, acompasando el ritmo con suaves movimientos de caderas.

En días posteriores, Gabriela, fue un poco más atrevida e incluso, entre sonrisas, se acercó hasta donde, sentado, me encontraba escribiendo.

—¿Quiere, señorito,  que le escriba un saludo en quechua que significa, "¿qué tal está?"

Sin darme tiempo a que pudiera opinar, tomó un bolígrafo escribiendo sobre mi libreta, Allillanchu. A continuación añadió otra palabra Allillanmi.

—Esa es la contestación a Allillanchu. Si usted responde allillanmi, entenderé que se encuentra bien.

Al notar mi extrañeza ante su desenvuelta actitud, Gabriela cambió de expresión y su risueño rostro se transformó en otro más compungido, en apariencia, del que brotaron un sinfín de añoranzas y lamentos.

—¡Ay, señorito! ¡No sabe cuánto añoro mi Cochabamba! Extraño sus gentes, el verdor incomparable de la tierra y en un país tan alejado del mío, me encuentro a falta de cariño—dijo, acercándose a la silla que ocupaba y poniendo una mano sobre mi nuca, mientras que con la otra tapaba su rostro, seguramente lloroso—. En un acto reflejo, mi brazo rodeó su cintura y comprobé la blandura de sus pechos sobre mi rostro. Fueron tan solo unos segundos de sollozos antes de abandonar mi despacho, instantes que bastaron para dejarme extrañamente sorprendido, mientras  mi corazón latía desbocado.
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