PARÍS. OH, LÀ LÀ! (5)
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Después de aquel pasaje, tardó unos días en volver a
aparecer por mi cuarto, quizás porque esperaba la ocasión propicia en que tata
Lola había bajado a hacer unos recados y nos encontrábamos en casa los dos
solos. Con la sonrisa dibujada en su rostro y sin recatarse en el tono de voz
me saludó:
—!Alli puncha!
Buenos días, he querido decir. ¿Cómo se encuentra, señorito?
—Por ahora bien—dije a la espera de acontecimientos.
—¿Le hago una confesión?
Tú dirás—contesté.
—Hace unos días, aprovechando que usted había
salido, tuve el atrevimiento de leer sus poemas.
—¿Y?
—Me parecieron maravillosos. Desconozco a quien iban dirigidos, pero envidio s esa mujer,
—No es imprescindible que un poema de amor tenga que estar dedicado a una mujer—, comenté poniéndome de pie, para evitar una situación similar a la ocurrida en el último encuentro.
Pero Gabriela tenía aquella mañana la sangre
alborotada y no dudó en abalanzase sobre mí dejándome atrapado entre el escritorio
y su mullida anatomía pectoral. Si resulta imposible sofocar un volcán,
imposible me resultó defenderme del aluvión de besos y abrazos que la boliviana
me prodigaba y a los que respondía de la mejor manera que sabía. En el
intercambio de achuchones y caricias, me dio tiempo a recordar mis primeros
amores de Facultad con Bera. Ahora, como entonces, la pasión desenfrenada llenó
de jadeos y suspiros el habitáculo, en el que un hombre y una mujer se
estremecían dando rienda suelta a vehementes ardores, a escasos centímetros de
un poema que terminaba con estos versos:
Le hablé a la Luna y me miró en
silencio,
fue entonces cuando la mar,
compadecida,
me contestó rompiéndose contra las
rocas.
El sonido de una llave abriendo la puerta y los
torpes pasos de tata Lola por el pasillo, dieron tiempo a que Gabriela
abotonara su blusa y compusiera el cabello, saliendo precipitadamente de la
habitación.
A partir de este episodio, cuando coincidíamos a la
hora de la comida y de la cena, ella me servía sin atreverse a dirigirme la
mirada. Mi madre, a la que no se le escapaba nada, me dijo en una ocasión:
—¿Ha pasado algo entre Gabriela y tú? ¿La has hecho
algún desprecio?
—No, mamá, en absoluto.
—Por si acaso, te recomiendo que la trates con
cariño. Ella es consciente de su baja condición social y sin causa justificada,
se siente humillada. Me ha dicho varias veces, que no puede aspirar a mucho
porque solo es una imilla, una
sirvienta.
Era evidente que mi madre era un alma cándida que no
se había percatado de la fogosidad de la muchacha ni de mis artes amatorias.
Sin embargo, el affaire que tuve con
la muchacha y el temor a que en un próximo encuentro, las cosas pudieran llegar
más lejos, fue el motivo que precipitó mi marcha.
—He decidido que me voy a París la próxima semana.
Voy a ver si contacto antes con Jeremías—anuncié a la hora del almuerzo, un día
en que un manto blanco cubría la ciudad.
Al escucharlo, mi padre dejó caer la cuchara en la
sopa, entrecruzó los dedos y elevó la vista hacia la lámpara del comedor, no sé
si para dar gracias al Altísimo por mi marcha, o para pedirle resignación con
la que afrontar mi última locura. Mi madre, por el contrario, se mostró
complacida y, únicamente, me recomendó:
—Vete bien abrigado, hijo, y regresa antes de junio.
No nos hagas un feo. Ya sabes lo importante que es para nosotros la boda de tu
hermana.
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El viento acompañará a Álvaro hasta París. Besos
ResponderEliminarÁlvaro confía siempre en el vientodecaliope. Su fuerza empujando las velas de su barca, le conducirá a París de forma segura. Muchos besos.
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