PASAJE DE"LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (71)
CAPÍTULO V
El tío Caparras

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Un «buenos días, don Matías»,
con que le saludó Josefa la del Epifanio, le devolvió al mundo real y le hizo
recapacitar sobre qué estrategia concreta sería la adecuada para que el éxito
coronara su empresa. Durante unos cuantos minutos más, su mente sopesó entre un
acercamiento rápido e íntimo u otro distante y meramente protocolario, hasta
que finalmente optó por actuar como las palomas que divisaba desde su casa. Las
veía acercarse a beber en el abrevadero cercano al trinquete; volar de rama en
rama, cerciorándose de la ausencia de peligro en cada aproximación, hasta
conseguir su objetivo. Así haría él: visitas que en un primer momento fueran de
contenido intranscendente, análisis posterior de la confianza del enfermo y,
una vez ganada ésta en un diálogo sincero y confiado, surgirían de manera
natural temas de mayor enjundia, entre los que tendrían cabida, los
escatológicos.
Entrada la mañana, cuando
calculó que Petra habría concluido con el arreglo de su señorito, abandonó el
tocón desperezándose después, a cubierto de miradas indiscretas, tras un chopo
centenario, y recorrió con paso decidido los escasos doscientos metros que le separaban de la casa de mi abuelo, con el sol dorándole la resuelta
frente, mientras la sombra de sus brazos en la espalda sujetando el breviario,
se deslizaba tras él sobre el asfalto de la carretera.
Llamó a la puerta por dos
veces, por pura cortesía, y sin esperar respuesta se adentró en el comedor,
donde encontró al abuelo sentado en una silla, con un echarpe sobre los hombros
y el sombrero cubriéndole
―¿Cómo le va, don Constantino?
―dijo el sacerdote en tono jovial.
Abriendo los ojos, el abuelo
contestó sin vacilar:
―Jodido, muy jodido, don
Matías. En llegando a viejo valemos menos que el burro del Pirracas que lleva más de un mes queriéndolo
vender y no encuentra comprador.
―¡No compare usted! Para el
Señor, toda criatura tiene un valor incalculable, porque para Él todos somos
sus hijos.
―No se lo discuto ―apostilló el
abuelo―, pero de un tiempo a esta parte, parece que se ha olvidado de mi
existencia. Soy yo, más bien, el que se acuerda de Él cuando me vienen los
escozores, y no precisamente para darle las gracias.
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Fotografía de Santos Pintor Galán
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