PARÍS. OH, LÀ LÀ! (12)
Cuando miré el reloj, tuve que llamar,
precipitadamente a madame Claudine, advirtiéndole que no iría a dormir, pues
estaba de fiesta con unos amigos. Fue entonces cuando Giselle me ofreció el
sofá en el que estábamos sentados para que pasara allí la noche. Sin embargo,
cuando estaba retirando los cojines, cambió de opinión y me dijo:
—Esto no lo suelo hacer, pero no puedo permitir
que pases la noche encogido. ¿Te gustaría mejor descansar junto a mí?
Con un beso confirmé la invitación, aunque
descansar, lo que se dice descansar, no fue la principal tarea que realizamos.
Al despertar a la mañana siguiente,
encontré sobre la mesita de noche una breve nota que decía: “Bonjour, mon amour, Gracias por la noche
maravillosa que me has regalado. Tengo ensayo a las nueve. Esa es la razón por
la que he tenido que marcharme, Cuando tú lo hagas, empuja la puerta. Nos vemos
el jueves. Je t´aime.”
Apresuradamente me vestí, presentándome con dos
horas de retraso en el trabajo, Mi orondo jefe, monsieur Albert, me recibió con
cara de pocos amigos y entre una serie de improperios pude entender, que la
próxima vez que llegara tarde, me podía considerar despedido. Debía de ser
verdad, porque hacía días que el turco ya no trabajaba con nosotros después de
una reprimenda similar.
Acabada la jornada laboral, madame Claudine debió
de adivinar por mi aspecto que venía de una noche de francachela y me dijo: Le jeune monsieur a passé une bonne nuit? Sonreí y me tumbé en la cama
intentando repasar los últimos acontecimientos, pero caí en un profundo sueño
del que desperté al día siguiente con el tiempo justo para que no me echaran
del trabajo.
A medida que se aproximaba el jueves, sentía
hervir la sangre con una atracción por Giselle difícil de explicar. No era
amor; era pasión, compañía y el deseo del descubrimiento continuo de
experiencias que jamás pude imaginar. Aquella tarde, Giselle me esperaba a la
puerta de “Les Deux Magots”. Con buen criterio me confesó que ella prefería
hablar conmigo de literatura, antes que quedar sorda con las discusiones de
Gérard y sus amigos.
—Me aturden las discusiones estériles y me irrita
el humo del ambiente.
—Entonces, ¿no quieres que fume en pipa?—dije,
sintiéndome aludido.
—No, “Álvago”, el aroma de tu tabaco va unido a
ti y a los momentos maravillosos que estamos compartiendo. Por cierto, mi
profesor hizo una traducción perfecta de tu poema. Ya lo he presentado y me han
dicho que los trabajos premiados se publicarán este sábado o el domingo.
—Gracias, Giselle. Triunfar en París sería
estupendo.
—Para mí ya has triunfado. Eres mi poeta
preferido. Quiero que me recites tus versos. Recuerda que me lo habías prometido.
En uno de los múltiples cafés que jalonan Los
Campos Elíseos recité en sesión única buena parte del trabajo realizado en mis
primeros meses de mi estancia en Francia. Mi encantadora y única oyente parecía
fascinada y en esta, como en otras facetas de nuestra íntima relación, parecía
no sentirse saciada nunca.
—¡Oh, “Álvago”! Léeme un otro más, por favor.
—Te lo tienes que ganar—dije, enfatizando la
frase—. Un autor como yo no debe prodigarse.
Giselle poniéndose de pie, supo cómo hallar el
modo de complacerme, Me cogió de la mano y me llevó a su apartamento situado no
lejos de allí, concretamente en la Avenida Foch. El premio me pareció excesivo,
si bien, pude llegar antes de medianoche a casa de madame Claudine.
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