PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (79)
CAPÍTULO V
El tío Caparras
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Orilla de la carretera que
atravesaba el pueblo, muy cerca del callejón, a la puerta de María, la Perdiz,
en un lateral de la plaza, sentado sobre una piedra que hacía las veces de
banco, un hombre, cigarro en boca y cachava en mano, contemplaba el atardecer.
El sol de poniente hacía que la sombra de las casas cubriera la carretera,
menos a la entrada al callejón, de donde partían rayos que evidenciaban el
polvo en suspensión.
―Mira, Alvarito, ese tipo que
fuma es el tío Caparras, del que te
he hablado; siéntate junto a él y espera un poco que voy a entregar las ancas
―me ordenó mi primo.
Desde el primer momento, la
figura del tío Caparras me llamó la atención. Era un hombre de edad indefinida, pero
que muy bien podía rondar los sesenta. Corpulento, calvo y desaliñado en su
aseo y vestimenta, su prominente barriga tapaba con creces el comienzo de la
bragueta de un pantalón de pana remendado, que se sujetaba a su orondo cuerpo
mediante una cuerda de las utilizadas para atar los haces. A pesar del calor
reinante, las mangas de su desabrochada camisa a cuadros se
abrían paso a través de un chaleco de color oscuro, lleno de brillos, de uno de cuyos bolsillos sobresalía la mecha de un
chisquero. Sujetaba, pegada al labio inferior, una colilla apagada que a duras
penas sobresalía en una cara con barba atrasada de cinco o seis días. De la
boina, totalmente raída, se escapaban en el cogote, rizos canosos que le
otorgaban, pese a la sobada indumentaria, un cierto empaque.
―Siéntate junto a mí y espera a
la calamidad andante de tu primo ―me dijo, sonriendo―. Este muchacho es bueno
en sentimientos, pero tiene la cabeza a pájaros. Demasiada imaginación… Demasiada imaginación ―repitió antes de llevarse, sin prisa, la
mano al chisquero y prender de nuevo la colilla, sin que se quemara
milagrosamente el labio.
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