domingo, 18 de julio de 2021

 

PASAJES DE “LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS” (80)

CAPÍTULO V

El tío Caparras

 

 

 

………………………

―¿«Asín» que tú eres nieto del señorito Tino? ―preguntó, conociendo la respuesta.

―Sí señor, para servirle ―contesté educadamente.

―Cómo se nota que eres de capital y no como tú ―dijo, dirigiéndose a Jeremías, que se acababa de incorporar al grupo.

―Aunque te cueste trabajo creerlo, tu abuelo y yo hemos hecho una vida parecida, salvando las diferencias.

―¡Si, hombre! ―dijo Jeremías, seguro de lo que decía―. No hay más que ver la casa de cada uno y cómo vais vestidos.

―Te acabo de decir que salvando las diferencias. Hay más semejanzas de las que te piensas. Para empezar, os diré que tanto el señorito Tino como yo no hemos dado un palo al agua en toda la vida. Él, porque era hijo de Damián, el Mulero, el ricachón del pueblo y yo, porque le dije a mi padre, jornalero de toda la vida, que no quería trabajar para acabar como él, siendo un pobre viejo que no tenía donde caerse muerto.

―¿Y no trabajas desde que eras chico? ―pregunté extrañado.

―No; al principio acompañaba a mi padre, arreando las bestias de Damián, el Mulero, pero sin cobrar un céntimo porque según tu bisabuelo me estaba haciendo el favor de enseñarme el oficio. «Asín» estuve un tiempo hasta que me di cuenta de que para Damián, nunca acababa de aprenderlo, o lo que es lo mismo, que el Mulero no me metía en nómina y como mucho me daba, de cuando en cuando, alguna propinilla, de manera que desengañado, hice la mili de voluntario en Zamora. A mi vuelta las cosas siguieron igual; ya era un adulto, pero según el Mulero, me faltaba musculatura y experiencia para ganar el jornal completo, por lo que tomé la decisión de vivir sin sujeciones de ningún amo; trabajaba cuando me apetecía o cuando alguien me solicitaba como temporero para sembrar patatas o para chapuzas como subir costales de trigo al granero. El que quería contratarme, siempre me encontraba en este banco. A unos decía sí y a otros no, dependiendo de lo costoso que fuera el trabajo o de las ganas que tuviera aquel día.

―¿Pero, habrá habido momentos en que estarías sin blanca? ―preguntó Jeremías.

―¡Claro que sí! Muchas veces. Es el precio de la libertad. Pero con todo lo que diga la gente, se pasan tan rápidos los momentos buenos como los malos. Todo se soporta si eres capaz de conformarte con lo básico. Los garbanzos y el arroz dan mucho de sí; leña no falta en el monte, y siempre cuando estás hambriento o aburrido, está la cama.

―A mí me parece que eso no es vida ―argumentó mi primo―. Lo importante es destacar; tener fincas, casas, negocios y dinero. Eso es lo que más aprecian las mujeres.

―La renuncia a tener una familia es también parte de lo que he pagado. Si verdaderamente quieres ser libre, la mujer y los hijos son un impedimento grande.

Se interrumpió para recolocarse la boina y terminó con una exclamación que explicaba, en parte, su feroz misoginia:

―¡Ay las mujeres…! ¡Las puñeteras mujeres…! Sólo las inte­resas si tienes dinero.

La tarde se agotaba lentamente, mientras el tío Caparras seguía aspirando aromas de la diminuta colilla, en tanto que una legión de moscas no cesaba de zumbar a nuestro alrededor. De repente, de un certero manotazo, el tío Caparras aplastó una de ellas contra el pantalón, pronunciando acto seguido, entre risas:

―Te maté mosca asesina, ya no entrarás en mi «cosina».

Esta frase y la referencia que había hecho sobre el interés de las mujeres por el dinero, evidenciaban que el tío Caparras no sólo había enseñado a mi primo a pescar ranas, sino que también le había transmitido toda una retahíla de dichos y una filosofía de vida. Seguramente, el banco de piedra que ocupaba permanentemente era testigo mudo de los muchos ratos que ambos pasaban juntos, compartiendo su soledad.

Cuando la colilla cayó de sus labios, el tío Caparras no tardó en sacar de los rasgados bolsillos del chaleco un librillo de papel y los restos de un cuarterón de tabaco, con los que se lió un nuevo cigarrillo. Con el impulso de la primera calada recobró las ganas de seguir contando hechos relacionados con mi abuelo.

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