PASAJES DE”CÉCILE. AMORÍOS Y
MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA (80)
CAPÍTULO XI
La Tertulia
……………………
En vano intentó mi madre
convencerla de que, a su edad, entre nosotros era en donde mejor se
encontraría, sobre todo ahora que había conocido las comodidades de vivir en la
ciudad.
―Gracias, doña Consuelo
―respondió―. Ya sé que aquí soy querida, pero hasta mi cuarto llega la bulla de
la ciudad y el ruido que hacen los demonios de los coches, y para ir a la
compra tengo que caminar pegada a la pared, pisando cemento si no quiero que
esos cacharros me preparen una avería. En el pueblo, vas a comprar en ca el
Melquiades y “todo el pueblo es mío”; me paro a parlar con las vecinas, me
entero de lo que dijon las otras y me da tiempo hasta para que me se cuezan las patatas.
La ausencia de Petra fue sentida
por todos, en especial por tata Lola, que la tenía como confidente y amiga y
que reía con frecuencia las ocurrencias de la cubitana. Sin embargo, mi padre
no se ahorró su comentario por la inesperada marcha de la mujer:
―¿Os dais cuenta de la forma con
que responden muchos de los que reciben nuestro favor? ¡Qué ignorante es la
gente que desprecia el calor y las comodidades de una casa de la capital y se
va a vivir a su terruño! ¡Habrá que ver qué come y cómo viste esta desgraciada
en el pueblo! Ya lo dice el refrán: “A un burro le hacían obispo y lloraba”, o
aquel otro: “No se hizo la miel para la boca del asno”.
Mi madre, por lo general, acataba
como última palabra la que decía su marido, pero esta vez, se atrevió a
replicarle:
―Por favor, Álvaro, deja que cada
uno sea feliz a su manera.
Y me miró.
Pero él tuvo que poner, como
siempre, el punto y final.
―¡Ya no se respeta mi opinión!
Esta casa se parece cada vez más a la casa del Tócame Roque en la que cada uno
va y viene cuando le da la gana. Soy demasiado contemporizador y ¡así nos va!
Como no me imponga a tiempo, esta casa y sus principios se irán al garete. ¡Se
está perdiendo el respeto a la autoridad paterna! Y de eso, Consuelo, tienes
mucha culpa ―dijo, dirigiéndose a mi madre, mientras abandonaba el salón,
seguramente para no tener que oír los sollozos de su esposa.
Con la marcha de Petra vinieron a
mi mente una gran cantidad de recuerdos evocadores de mi niñez: la casa y la
bondadosa mirada del abuelo Tino, siempre sonriente, hasta que la enfermedad
hizo presa en él; las correrías con mi primo Jeremías, empeñado en enseñarme la
manera de tratar a las chicas; el olor penetrante de los jarales en los cálidos
atardeceres de agosto y el modo sencillo con que las gentes solicitaban a mis
padres permiso para llevarme montado en burro hasta la era en la que realizaban
las tareas del verano. Y también recordé mis ímprobos esfuerzos para que Petra
viniera a vivir con nosotros, que hoy comprobaba habían resultado baldíos,
porque la naturaleza imprime a cada uno unos esquemas en los que, piensa,
encontrará la felicidad. Petra imaginaba la felicidad consumiendo el resto de
su vida en el pueblo, entre los suyos, con la misma intensidad con la que yo
cifraba en el binomio Cécile-poesía la dicha suprema.
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