domingo, 14 de noviembre de 2021

 

PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN POETA" (83)

 

 

CAPÍTULO XI

La Tertulia

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“¡Bravo! ¡Bravo!” exclamó don Julián cuando terminé la lectura, mientras doña Rosario corrió a besarme en las mejillas, aliviándome de la carga emocional que golpeaba con fuerza mis sienes hasta el punto de creer que podría desvanecerme. “Tiene talento. Mucho talento” afirmó don Alfonso, que hasta el momento había permanecido en silencio. Su mujer, doña Teresa, alabó exageradamente la pureza estética del poema: “Cuesta creer que un muchacho de su edad ―apostilló― posea tan elevado sentido del ritmo”. La sensibilidad de doña Paula también se vio afectada en esta ocasión, pues llevándose de nuevo el pañuelo a los ojos comentó: “¡Cómo hubiera deseado ser esa mujer en la que nuestro poeta se ha inspirado!” dijo, mirando de soslayo a Cécile, que permanecía estática, con la cabeza vuelta hacia donde me encontraba, tiñendo con el azul de su mirada todo mi ser. Don Julián, guiñándome un ojo, musitó unas palabras que sólo yo fui capaz de entender en toda su acepción: “Evolución. La evolución es la clave”. Después propuso un brindis y todos elevamos encantados la copa de limonada, que aún conservaba un frescor aceptable.

―Creo que todavía es buena hora para que sintáis la hermosura de la primavera que está a punto de abandonarnos ―sugirió, doña Rosario―. Nosotros tenemos la costumbre de concluir nuestras tertulias con una partidita de póker. Es nuestra manera de distraernos y de olvidarnos de la frustración de no poder andar con la ligereza de antaño. Mi marido está pasando unos días horribles con el dichoso reuma.

Tras despedirnos, al alcanzar la calle sentimos en nuestros cuerpos la tibieza del aire, anunciador del estío que, en pocos días, haría su aparición.

Cécile me tomó de la mano, sin importarle que pudiéramos ser vistos por parientes o amigos. Se encontraba feliz y caminamos, unidos por el cordón umbilical de nuestros brazos, en dirección al Pisuerga, buscando, sin pretenderlo, que la frescura de su ribera, mitigara el fuego de la pasión que a ambos nos embargaba. Sentados a poca distancia del cauce del río, ensimismados ante el apacible discurrir de las aguas, me pregunté cuán distinta era la sensación que en ese momento me aportaba su contemplación, en comparación con la sentida en soledad a principios del otoño. Cécile pareció adivinar mis pensamientos y me susurró:

―¿Por qué en tus poemas citas tantas veces amor y melancolía?

―El amor y la melancolía son dos estados extremos del alma que me han impactado desde que tengo uso de razón. Antes buscaba amor y me cercaba la melancolía. Al conocerte y ser correspondido, tu presencia invadió de amor mi ser, sin dejar hueco alguno en donde pudiera asentarse la melancolía.

Noté la tibieza de sus labios besándome el lóbulo e la oreja, antes de que me hiciera una pregunta, cuya respuesta conocía de antemano:

―Entonces... ¿Soy yo a quien iba dirigido ese poema?

―Y a quién si no ―respondí.

Mientras me cubría de besos, hizo, entre risas, un comentario jocoso:

―Si nos estuviera viendo doña Paula, ¡se moriría de envidia!

 

Las luces de la ciudad se fueron encendiendo a nuestra espalda, después de que el sol se ocultara, refugiándose en la otra orilla, tras la arboleda.


 

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