PASAJES DE "CÉCILE. AMORÍOS Y MELANCOLÍAS DE UN JOVEN
POETA" (83)
CAPÍTULO XI
La Tertulia
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“¡Bravo!
¡Bravo!” exclamó don Julián cuando terminé la lectura, mientras doña Rosario
corrió a besarme en las mejillas, aliviándome de la carga emocional que
golpeaba con fuerza mis sienes hasta el punto de creer que podría desvanecerme.
“Tiene talento. Mucho talento” afirmó don Alfonso, que hasta el momento había
permanecido en silencio. Su mujer, doña Teresa, alabó exageradamente la pureza
estética del poema: “Cuesta creer que un muchacho de su edad ―apostilló― posea
tan elevado sentido del ritmo”. La sensibilidad de doña Paula también se vio
afectada en esta ocasión, pues llevándose de nuevo el pañuelo a los ojos
comentó: “¡Cómo hubiera deseado ser esa mujer en la que nuestro poeta se ha
inspirado!” dijo, mirando de soslayo a Cécile, que permanecía estática, con la
cabeza vuelta hacia donde me encontraba, tiñendo con el azul de su mirada todo
mi ser. Don Julián, guiñándome un ojo, musitó unas palabras que sólo yo fui
capaz de entender en toda su acepción: “Evolución. La evolución es la clave”.
Después propuso un brindis y todos elevamos encantados la copa de limonada, que
aún conservaba un frescor aceptable.
―Creo
que todavía es buena hora para que sintáis la hermosura de la primavera que
está a punto de abandonarnos ―sugirió, doña Rosario―. Nosotros tenemos la
costumbre de concluir nuestras tertulias con una partidita de póker. Es nuestra
manera de distraernos y de olvidarnos de la frustración de no poder andar con
la ligereza de antaño. Mi marido está pasando unos días horribles con el
dichoso reuma.
Tras
despedirnos, al alcanzar la calle sentimos en nuestros cuerpos la tibieza del
aire, anunciador del estío que, en pocos días, haría su aparición.
Cécile
me tomó de la mano, sin importarle que pudiéramos ser vistos por parientes o
amigos. Se encontraba feliz y caminamos, unidos por el cordón umbilical de
nuestros brazos, en dirección al Pisuerga, buscando, sin pretenderlo, que la
frescura de su ribera, mitigara el fuego de la pasión que a ambos nos
embargaba. Sentados a poca distancia del cauce del río, ensimismados ante el
apacible discurrir de las aguas, me pregunté cuán distinta era la sensación que
en ese momento me aportaba su contemplación, en comparación con la sentida en
soledad a principios del otoño. Cécile pareció adivinar mis pensamientos y me
susurró:
―¿Por
qué en tus poemas citas tantas veces amor y melancolía?
―El
amor y la melancolía son dos estados extremos del alma que me han impactado
desde que tengo uso de razón. Antes buscaba amor y me cercaba la melancolía. Al
conocerte y ser correspondido, tu presencia invadió de amor mi ser, sin dejar
hueco alguno en donde pudiera asentarse la melancolía.
Noté
la tibieza de sus labios besándome el lóbulo e la oreja, antes de que me
hiciera una pregunta, cuya respuesta conocía de antemano:
―Entonces...
¿Soy yo a quien iba dirigido ese poema?
―Y
a quién si no ―respondí.
Mientras
me cubría de besos, hizo, entre risas, un comentario jocoso:
―Si
nos estuviera viendo doña Paula, ¡se moriría de envidia!
Las
luces de la ciudad se fueron encendiendo a nuestra espalda, después de que el
sol se ocultara, refugiándose en la otra orilla, tras la arboleda.
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