domingo, 7 de noviembre de 2021

 

PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (83)

 

 

 

 

CAPÍTULO VI

El cursillo de verano

 

Desde hacía media hora, Jeremías, sentado en el zaguán, esperaba pacientemente a que Tinín acabara de desayunar. Esa mañana, para mi hermano y para mí era una página en blanco con visos de aventura, porque comenzaba nuestra andadura en la escuela de verano, a la que tan explícitamente nos había invitado don Matías, y de la que Jeremías era asistente asiduo. A mi primo le hubiera gustado que no nos acompañara el pequeño, porque según decía él, «el espía» iría con el cuento a mi madre si en nuestra conversación se nos escapaba alguna palabrota o si surgía la inevitable referencia a Rosita la de la Nicanora.

―Vamos, pesado; no comas más magdalenas, que te vas a poner como una bola― dije para apremiarle.

―Todavía tiene que peinarme tata Lola ―contestó respondón el niño.

Jeremías, levantando la ceja, argumentó:

―Llegaremos tarde; a don Lucio le gusta la puntualidad y se pone nervioso si no escuchamos completa su charla inicial.

Luego, moviendo la cabeza con tono de suficiencia, pronunció: «¡Quién con niños se acuesta…!»

Con la lentitud con la que Tinín comía, el refrán se cumplió, y como era de esperar, llegamos tarde. Cuando, picando la tra­sera de la huerta de don Matías, pedimos permiso para entrar, don Lucio nos franqueó la puerta con semblante circunspecto, para a continuación, carraspeando, decirnos:

―Como ya conoce Jeremías, la actividad está programada para las diez, y la puerta se cierra a las diez y cinco; si llegáis más tarde, con las mismas os volvéis a casa. La puntualidad es una cualidad que debe adornar a todo español. Hoy, por ser el primer día, podéis pasar. Sentaos ―nos dijo, indicando el suelo― que en breve comenzaremos la clase.

Don Lucio era un hombre extremadamente delgado, de pelo alborotado y de tez pálida, en la que se podía apreciar el discurrir violáceo de las venas. Su afilada nariz cumplía esa mañana con la doble misión de aspirar los enervantes aromas que desprendía la huerta y de soportar el peso de las gafas con montura de concha y gruesas lentes de anillos concéntricos, que paliaban su gran miopía pero le vencían la cara hacia adelante. Dos diminutos ojos se apreciaban con dificultad tras los cristales, como si estuvieran alojados en el cogote, si bien uno de ellos se desviaba de la correcta trayectoria, dándome la sensación de que podía estar viendo en ese momento la huerta y sus alrededores. A pesar del calor, vestía un impoluto traje negro que resaltaba, más si cabe, la blancura de su piel y de su camisa. Sentado en un sillón de mimbre, a la sombra de una higuera, se había despojado del sombrero, que reposaba encima de las entrecruzadas piernas, y, nervioso, miraba que las manecillas alcanzaran no se sabe qué lugar en la esfera de su reloj de bolsillo para comenzar la charla al auditorio, compuesto por una veintena de muchachos de todas las edades, que describíamos un corro a sus pies, sentados en el suelo, a dos metros de la improvisada cátedra.

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