PASAJES DE "LAS LAMENTACIONES DE MI PRIMO JEREMÍAS" (83)
CAPÍTULO VI
El cursillo de verano
Desde hacía media hora,
Jeremías, sentado en el zaguán, esperaba pacientemente a que Tinín acabara de
desayunar. Esa mañana, para mi hermano y para mí era una página en blanco con
visos de aventura, porque comenzaba nuestra andadura en la escuela de verano, a
la que tan explícitamente nos había invitado don Matías, y de
―Vamos, pesado; no comas más
magdalenas, que te vas a poner como una bola― dije para apremiarle.
―Todavía tiene que peinarme
tata Lola ―contestó respondón el niño.
Jeremías, levantando la ceja,
argumentó:
―Llegaremos tarde; a don Lucio
le gusta la puntualidad y se pone nervioso si no escuchamos completa su charla
inicial.
Luego, moviendo la cabeza con
tono de suficiencia, pronunció: «¡Quién con niños se acuesta…!»
Con la lentitud con
―Como ya conoce Jeremías, la
actividad está programada para las diez, y la puerta se cierra a las diez y
cinco; si llegáis más tarde, con las mismas os volvéis a casa. La puntualidad
es una cualidad que debe adornar a todo español. Hoy, por ser el primer día,
podéis pasar. Sentaos ―nos dijo, indicando el suelo― que en breve comenzaremos
la clase.
Don Lucio era un hombre
extremadamente delgado, de pelo alborotado y de tez pálida, en la que se podía
apreciar el discurrir violáceo de las venas. Su afilada nariz cumplía esa
mañana con la doble misión de aspirar los enervantes aromas que desprendía la
huerta y de soportar el peso de las gafas con montura de concha y gruesas
lentes de anillos concéntricos, que paliaban su gran miopía pero le vencían la cara hacia adelante. Dos diminutos ojos se apreciaban
con dificultad tras los cristales, como si estuvieran alojados en el cogote, si
bien uno de ellos se desviaba de la correcta trayectoria, dándome la sensación
de que podía estar viendo en ese momento la huerta y
sus alrededores. A pesar del calor, vestía un impoluto traje negro que
resaltaba, más si cabe, la blancura de su piel y de su camisa. Sentado en un
sillón de mimbre, a la sombra de una higuera, se había despojado del sombrero,
que reposaba encima de las entrecruzadas piernas, y, nervioso, miraba que las
manecillas alcanzaran no se sabe qué lugar en la esfera de su reloj de bolsillo
para comenzar la charla al auditorio, compuesto por una veintena de muchachos
de todas las edades, que describíamos un corro a sus pies, sentados en el
suelo, a dos metros de la improvisada cátedra.
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