domingo, 20 de marzo de 2022

 

LOLA Y DANIEL

 

 

Cuando Daniel conoció el diagnostico sobre la enfermedad que padecía Felisa, el mundo se le vino encima. Los proyectos madurados tanto tiempo para cuando alcanzaran la jubilación, rodaron por el suelo y una pena imposible de definir invadió su ser hasta el punto de creer no poder superar la situación.

Daniel, un hombre “de los de antes”,  vivía pendiente de su trabajo en una Correduría de Seguros, delegando el ejercicio de las tareas domésticas en su mujer, de manera que, cuando debido a la enfermedad, esta no pudo hacer frente a este cometido,  comenzó un aprendizaje tan acelerado como ineficiente. En su deseo de que Felisa no notara demasiado su inexperiencia, acudía en demanda de ayuda a Lola, su vecina del rellano, la cual le indicaba el modo correcto de poner la lavadora, hacer un buen estofado o asesorándole en las mil cosas que hacen posible el buen funcionamiento del hogar.

Durante los dos años en los que Felisa afrontó su enfermedad, Lola no dejó de ayudar y acompañar al matrimonio ni un solo día. Ella sabía muy bien lo que era estar las veinticuatro horas pendiente de un enfermo y los cuidados que necesitaba. Viuda desde hacía algún tiempo, con su samaritana forma de actuar, intentaba hacer menos doloroso el particular Vía Crucis que sufría la pareja y que ella había padecido, tiempo atrás, con su marido.

La siempre solícita Lola, procuraba que su vecina nunca estuviera sola en las horas en las que Daniel trabajaba, e incluso no tenía inconveniente en hacer punto por las tardes junto a su vecina, o acudir los fines de semana, cuando la propia enferma lo solicitaba. Eran tardes en las que los tres pasaban el tiempo jugando al parchís o comentando los cotilleos que la actualidad ponía a su alcance en los llamados “Programas del Corazón”.

Cuando el progreso de la enfermedad hizo que la tertulia a tres fuera imposible, Lola y Daniel hablaban de su vida anterior, de sus gustos comunes y de todo aquello que surgía en una charla distendida, mientras permanecían atentos para atender a todo aquello que Felisa precisaba. Este trato diario fue creando entre ambos lazos de cariño en ningún momento declarados, pero que se hacían patentes en las miradas que se dirigían y en el sumo respeto con el que se trataban.

Con el fallecimiento de Felisa, cesaron las visitas y las confidencias, pero no el afecto que se profesaban, de forma que, pasado un tiempo, Daniel manifestó a Lola su deseo de iniciar con ella una relación. La mujer, aunque no disimulaba el interés que sentía por su vecino, consideró que no era ese el momento más adecuado para iniciar una nueva vida, por "el qué dirán" de familiares y amigos, posponiendo la decisión para más adelante; incluso para evitar habladurías, decidió irse a vivir a otra ciudad en la que residía su hija.

A partir de ese momento, las llamadas entre ambos se fueron distanciando y para cuando Lola creyó conveniente regresar, por haber transcurrido un prudencial tiempo de luto, se encontró con que la compañía y el cariño que pensaba depositar en Daniel, ya no eran necesarios: Una joven caribeña atendía material y sentimentalmente al viudo.

Con la decepción y la soledad como compañeras, Lola no pudo evitar recordar una película visionada en su juventud: "La tía Tula".

 

Fotografía de David Dubnistkiy

 

 

 

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