LOLA Y DANIEL
Cuando Daniel conoció
el diagnostico sobre la enfermedad que padecía Felisa, el mundo se le vino
encima. Los proyectos madurados tanto tiempo para cuando alcanzaran la
jubilación, rodaron por el suelo y una pena imposible de definir invadió su ser
hasta el punto de creer no poder superar la situación.
Daniel, un hombre “de
los de antes”, vivía pendiente de su
trabajo en una Correduría de Seguros, delegando el ejercicio de las tareas
domésticas en su mujer, de manera que, cuando debido a la enfermedad, esta no
pudo hacer frente a este cometido, comenzó un aprendizaje tan acelerado como ineficiente.
En su deseo de que Felisa no notara demasiado su inexperiencia, acudía en
demanda de ayuda a Lola, su vecina del rellano, la cual le indicaba el modo
correcto de poner la lavadora, hacer un buen estofado o asesorándole en las mil
cosas que hacen posible el buen funcionamiento del hogar.
Durante los dos años en
los que Felisa afrontó su enfermedad, Lola no dejó de ayudar y acompañar al
matrimonio ni un solo día. Ella sabía muy bien lo que era estar las veinticuatro
horas pendiente de un enfermo y los cuidados que necesitaba. Viuda desde hacía
algún tiempo, con su samaritana forma de actuar, intentaba hacer menos doloroso
el particular Vía Crucis que sufría
la pareja y que ella había padecido, tiempo atrás, con su marido.
La siempre solícita
Lola, procuraba que su vecina nunca estuviera sola en las horas en las que
Daniel trabajaba, e incluso no tenía inconveniente en hacer punto por las
tardes junto a su vecina, o acudir los fines de semana, cuando la propia
enferma lo solicitaba. Eran tardes en las que los tres pasaban el tiempo
jugando al parchís o comentando los cotilleos que la actualidad ponía a su alcance
en los llamados “Programas del Corazón”.
Cuando el progreso de
la enfermedad hizo que la tertulia a tres fuera imposible, Lola y Daniel
hablaban de su vida anterior, de sus gustos comunes y de todo aquello que
surgía en una charla distendida, mientras permanecían atentos para atender a
todo aquello que Felisa precisaba. Este trato diario fue creando entre ambos
lazos de cariño en ningún momento declarados, pero que se hacían patentes en
las miradas que se dirigían y en el sumo respeto con el que se trataban.
Con el fallecimiento de
Felisa, cesaron las visitas y las confidencias, pero no el afecto que se
profesaban, de forma que, pasado un tiempo, Daniel manifestó a Lola su deseo de
iniciar con ella una relación. La mujer, aunque no disimulaba el interés que
sentía por su vecino, consideró que no era ese el momento más adecuado para
iniciar una nueva vida, por "el qué dirán" de familiares y amigos,
posponiendo la decisión para más adelante; incluso para evitar habladurías,
decidió irse a vivir a otra ciudad en la que residía su hija.
A partir de ese
momento, las llamadas entre ambos se fueron distanciando y para cuando Lola
creyó conveniente regresar, por haber transcurrido un prudencial tiempo de luto,
se encontró con que la compañía y el cariño que pensaba depositar en Daniel, ya
no eran necesarios: Una joven caribeña atendía material y sentimentalmente al
viudo.
Con la decepción y la
soledad como compañeras, Lola no pudo evitar recordar una película visionada en
su juventud: "La tía Tula".
Fotografía de David
Dubnistkiy
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